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lunes, 29 de diciembre de 2008

Este poema, lo escribí hace algunos años... ahora me doy cuenta que aunque mi mamá se acaba de morir, hace mucho tiempo que se había ido.

Tiempo Perdido

¿Cómo recuperar el tiempo,
Las horas, los minutos, los segundos perdidos?
La energía desperdigada,
El aliento, la saliva, los fluidos.

¿Cómo recuperar las noches,
El deseo de intentarlo todo,
El anhelo de descubrir la vida?

¡Cuántos momentos gastados en la inopia!
¡Cuantos días transcurridos sin recuerdos!
Sin dejar huella, ni rastro, ni vestigio…

¿Cómo seguir sintiendo, aspirando el olor de la mañana,
alimentando el alma de belleza,
amanecer con los ojos bien abiertos,
con las manos extendidas hacia el cielo?

¿Cómo recuperar la juventud perdida?
Los silencios, la inocencia, la quietud, la esperanza.

El tiempo ha sido ingrato.
Es un monstruo insaciable…
¡Maldito tiempo engañoso y traicionero!

¿Cómo recuperar la pasión, la entrega?
La sensación de desnudarse con palabras
De hablar sin pensar,
de sentir sin dudar.

Cómo recuperar la infancia… el amor de la madre…
Su mirada incondicional
Su risa, su alegría…

Se ha ido… y con ella mi niñez desvanecida.


jueves, 18 de diciembre de 2008

Hoy

Hoy no puedo escribir aún. Estoy preparando un texto pero las lágrimas no me permiten ver el teclado. Hace a penas dos días que presencié la muerte de mi madre. Le tomé la mano que estaba aún caliente y le susurré al oido, sabiendo que tal vez ya no me escuchaba, le dije que se fuera ya, que todos estaríamos bien, que la amabamos y estaría siempre con nosotros. Su respiración se hizo cada vez más lenta, su corazón dejó poco a poco de latir...hasta que todo se detuvo.

No sabía que existía un dolor tan fuerte y profundo que hiciera que físicamente me duela el corazón....

jueves, 4 de diciembre de 2008

El hijo abandonado va para Hana, que me pidió que lo posteara... se lo mandé cuando hablábamos de juicios, de cuando el peor juez, es uno mismo... ahi les va.

Un Hijo Abandonado

Un día dejé de escribir. No sé porqué. Miré la página frente a mi y no pude hacerlo, no me pude animar a tomar la pluma y a escribir nada. Traté de inventar alguna historia, una estúpida anécdota, algún cuento, algún poema. Pero no pude. Ya no había nada que decir. Se me había secado el cerebro y no le podía exprimir más nada. Me pregunte si habían sido los excesos, pero dudo mucho que haya sido eso, ya que casi todos los poetas y escritores de la historia han sido alcohólicos, drogadictos o dependientes de alguna u otra sustancia nociva para la memoria y la salud. No, entonces no había sido esa degeneración gradual de neuronas que había padecido debido a mis euforias nocturnas. ¿Entonces qué? ¿Habrá sido que de pronto se me habían acabado las ideas, que ya no tenía nada que decir? ¡Que aburrición! Apenas tenía treinta años y ¿ya se me había acabado tan rápidamente la imaginación?

En mi vida habían sucedido cosas. Suficientes como para crear material literario, con un poquito de imaginación… había tenido bastantes relaciones amorosas, había sido víctima de algunos abusos sentimentales, también de algunos físicos, había viajado, conocía países extraños que todos desean conocer y por los que todos preguntan, me había encontrado en Nueva York, sola, en medio de un lío policiaco relacionado con algunos cuantos gramos de cocaína y antros de mala muerte, me habían roto el corazón… varias veces… Entonces ¿porque?, porque no podía yo escribir ni una sola palabra, ni siquiera un pequeño verso, ¿un poema? ¿Una pinche canción? Un día te sucede algo que te cambia para siempre. Tu puede que no lo sepas, puede que no lo descubras nunca. Pero cambias, y sigues cambiando y de pronto, pierdes por completo una parte de ti, que no es que ya no exista, sino que ha sido tan transformada, tan metamorfoseada que ya no la reconoces.

Un día te sucede algo, o varias cosas, que hacen que tu ser se divida, que una parte de ti se esconda para siempre, y que la otra se vuelva valiente, aquella que te va a proteger de todas las cosas que te pudieran suceder en el futuro.
Eso me pasó. Y ahí se quedo la parte que escribía. Ahí atrapada en aquella parte que decidió esconderse para siempre.

Escribir es como cuidar a un hijo. Hay que alimentarlo, darle cariño, a veces hay que decirle sus verdades, ponerle límites y regañarlo con afecto, hay que enseñarle el camino y guiarlo por la vida. Si lo tratas mal, siempre hay el riesgo de que se vuelva un hijo malcriado, maleducado, que te grite, que se porte mal frente a los otros, que te acabe lastimando. Yo no traté muy bien a mi hijo y se me reveló. Decidió que si yo no iba a entregarme a él, si no le iba a dar el tiempo que él necesitaba para desarrollarse, se largaría. Y así fue que me encontré frente a una página en blanco, buscando las palabras, sin nada que decir. El se rió a lo lejos, y me escupió en la cara como el desgraciado en el que se había convertido, y desapareció.

¿Como recuperarlo? Esa es una pregunta difícil. Como recuperas a un hijo que se ha alejado para siempre de ti? Que haces si le has hecho tanto daño, tal vez sin saberlo, que ya está tan distante y te tiene miedo, y te odia y no sabe en realidad que hacer contigo ni qué sentir por ti? Bueno pues, siempre hay alguna forma, debe de haberla. Debe de haber una forma de recuperarlo: con amor y cariño y todas esas cosas que desperdiciamos generalmente en gente que ni nos las pidió. Con paciencia que buena falta me hace. Tal vez tienes que enfrentarle y pedirle perdón y aguantarte cuando te miente la madre y te escupa de nuevo en la cara y te reclame todo lo que le hiciste con tanto rencor que quieras alejarte corriendo y esconderte para siempre en alguna tumba oscura. No se, no es fácil, pero lo haré.

Y le diré: Tu sabes que si te quería. Pero yo nunca supe cuanto. Eras mío, eras tan mío que no quería dejarte salir y cuando lo hice por fin, cuando saliste de aquí, no supe enfrentar a la gente te criticó. No supe decirles que eras pequeño y que apenas estabas creciendo, que te dieran una oportunidad. Te puse frente a ellos, y si, es cierto, te coloque en el banquillo de los acusados y dejé que te juzgaran. Ellos no tenían malas intenciones, pero te vieron grande, sentado en una silla de adultos y decidieron que podían tratarte como a un semejante. Pero tu eras un infante. Solo un niño. Tan virgen y sensible que te hiciste pequeño y después, llorando, me preguntaste: ¿cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo me pudiste colocar en esa posición, ahí, donde todos me observaban, cuando yo apenas estaba aprendiendo a hablar y no podía defenderme? ¿Cómo pudiste dejar que me juzgaran, que hablaran de mi, que me insultaran? (Algunos lo hicieron, los mas inconscientes). Y yo, pues yo no supe que decirte, entonces me volqué contra ti. Te dije que tu lo habías provocado, tú solo, que tenías que crecer y madurar y aguantar… Yo quise que en ese momento tú fueras mas fuerte, y que te pararas sobre tus dos piernas y enfrentaras a todos y demostraras… ¿quién sabe qué?… ¿quién sabe que es lo que quería demostrar?

Pero en el fondo me dolió tanto porque cuando te juzgaban a ti, yo era quien sufría; cuando a ti te decían que no servías para nada, era yo quien moría con cada frase; porque cada instante de ese aterrador desfile de incertidumbre, yo me sentía más expuesta; y porque al fin de cuentas, yo fui quien te vio encogerte y esconderte para siempre, fui yo quién te perdí.

Ahí está. Lo dije. ¿Y ahora? ¿Que sucede cuando a ese hijo, por falta de alimento, de amor, de educación, de cariño, lo has vuelto un inválido? ¿Qué pasa si ha perdido muchos años de entrenamiento, de vida? Tienes que empezar de nuevo… no. No recojas la ropa vieja, los viejos juguetes, ya no sirven de nada. No trates de empezar desde dónde lo dejaste. Eso no funciona, hay que empezar de nuevo. Hay que saber que ese niño no sabe nada, que todo lo que había aprendido está perdido y que ese es tu deber, volver a enseñarle a caminar, a comer, a hablar, a soñar. Con suerte no todo está perdido. Con suerte al escuchar tu voz, regresen algunos recuerdos y todo sea un poco más sencillo.

Hoy, estoy escribiendo. No es nada. Es algo que se me ocurrió. Ya no tengo que justificarlo con nadie, ni mentir, ni engañarme, ni nada. Porque nunca mas lo pondré a prueba, porque ahora si voy a darle todo lo que tengo dentro y no dejaré que nadie le haga daño ni le quité su inocencia, ni quiera obligarlo a crecer demasiado pronto.

Cuando él quiera, ese niño que es mi escritura y que está ahí escondido, cuando él quiera va a salir a pasear y poco a poco aprenderá a treparse a los árboles y a jugar con los otros. Hasta entonces, puede estar aquí arrinconado, solito, invernando, esperando el momento preciso, y yo lo dejaré en paz, a que tome su tiempo, a su ritmo… al fin y al cabo ambos nos merecemos una segunda oportunidad.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Agitación nocturna.

Durante mucho tiempo me he acostado temprano. A veces, apenas apagaba la vela mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Me duermo". Y media hora después, la idea de que era hora de buscar el sueño me despertaba. Mis ojos se abrían como resortes y miraba al rededor desconcertada. El tiempo había pasado tan de prisa que no sabía qué día, ni qué hora era, ni en que mundo vivía. Después de unos momentos de recapitulación, intentando calmar mi corazón palpitante con un trago de agua, me recostaba contra las almohadas y cerraba los ojos lentamente, adentrándome de manera casi instantánea una vez más en el mundo fascinante de los sueños.

Ahora ya no duermo. Cada noche llevo a cabo paso a paso la ceremonia habitual: me lavo los dientes, mirando fijamente mi reflejo, buscando las insospechadas arrugas, que pudieran aparecer o no, cualquiera de estos días sobre mi rostro; me lavo la cara y las manos con agua tibia, retirando los restos de polvo y humo colectados durante el día, me unto las cremas nocturnas recomendadas para conservar la juventud; me coloco el pijama, el más cómodo y abrigador que tengo, para no ser víctima del frío; pongo a quemar un incienso que llenará mi lóbrega habitación de un aroma a sándalo o jazmín, dependiendo de mi humor y estado de ánimo del día. El jazmín le corresponde a aquellos días repletos de actividades urbanas, esos días en los que, al llegar a casa, aún huelo el humo penetrante del escape de los carros cuando respiro, y mi fosas nasales se quejan impregnadas del hedor de la contaminación citadina. El jazmín calma mi espíritu alebrestado y tranquiliza mi cuerpo agredido por la trashumancia.

Cuando los días han transcurrido con más calma y sosiego, y que necesito estimular mis sentidos, enciendo un palito de sándalo cuyo aroma me inyecta la energía suficiente para finalizar el día sin sentirme abatida y desguanzada. El sándalo invade la habitación como un intruso poniéndome en estado de alerta, provocando en mí una excitación febril.

Me siento sobre la orilla extrema de la cama, gesto heredado de mi madre, y conecto los aparatos electrónicos que se han infiltrado en mi vida a pesar de mi resistencia: el teléfono celular, el manos libres inalámbrico, el micro ordenador portátil. Me pregunto cómo he permitido que estos artilugios hayan pasado, de simples accesorios utilitarios, a herramientas elementales para mi existencia, pero lo son y por ello, mantenerlos funcionando se ha vuelto ineluctable.

Alzo el edredón introduciéndome en la cama fría. Las sábanas estiradas me reciben enviando escalofríos por la extensión de mi cuerpo. Sin moverme permito que el calor que irradian la plumas del edredón vaya penetrando lentamente uno a uno de mis miembros… hasta sentirme completamente resguardada del frío invernal.
Como lo hago todas las noches, saco la mano rápidamente de mi manto y alcanzo la lámpara para apagar la luz y encender la vela que se encuentra siempre sobre la mesa de noche. Me gusta permanecer un momento quieta, antes de dormir, con solo la luz de la vela como guía, imaginándome como habrán sido las noches antes de que se inventara la electricidad, antes de que nuestras vidas cotidianas fueran regidas por la tecnología. Me gusta mirar fijamente la silueta que la llama proyecta contra la pared, permitiéndole dócilmente que me hipnotice para facilitar la llegada del sueño… el ambiente es ideal para un letárgico descanso… el silencio es envolvente y hechicero. Por unos momentos siento los párpados pesados al cerrar los ojos y pienso que al fin lo he logrado. Pero la esperanza es falsa y desaparece rápidamente. Mi ojos se vuelven a abrir: como a un antiguo amante, lo reconozco: el insomnio se avecina.

Me coloco sobre el costado izquierdo con el brazo doblado debajo de la oreja. Cierro los ojos y suspiro. Pasan unos cuantos minutos. Mis párpados se vuelven a abrir sin ningún rastro de somnolencia, observan mi habitación en la penumbra, sobre una silla advierten el retrato de mi padre que, por desidia, no he colgado: me pregunto en que lugar debería colocarlo. Rápidamente, sin pensar en el frío ni en la comodidad, enciendo la luz y miro alrededor de la habitación buscando el lugar apropiado. Como no encuentro sitio en mi recámara salgo al pasillo descalza y busco ahí. Al pasar por los libreros y las repisas, mi mirada cae sobre un libro que he dejado a medias, lo tomo y me lo llevo al cuarto. Me pongo los lentes y comienzo a leer.

Así se pasan las horas. A veces dejo de leer, me vuelvo a acomodar y me esfuerzo por permanecer con los ojos cerrados, intentando invocar el sueño por la fuerza. Pero el espíritu es rebelde, mi mente viaja a lugares insólitos en los que no hay quietud e invariablemente el cuerpo reacciona con movimientos nerviosos e impacientes. Hay noches en las que esta agitación me provoca una ansiedad incontrolable, me levanto de la cama, me visto con lo primero que encuentro y salgo a la calle. He llegado a caminar veinte, treinta kilómetros, con el viento gélido golpeando mi cara y mis manos, sin detenerme siquiera a pensar en qué dirección voy. Me detengo de pronto en algún puente, desorientada, los recuerdos de cómo llegué a ese sitio son nebulosos. Miro alrededor buscando referencias para ubicarme y advierto que estoy muy lejos de casa.

Otras noches no salgo de la cama. Impacientemente volteo de un costado al otro. Me acomodo del lado derecho con las manos entre las piernas en posición fetal. Mis sentidos parecen agudizarse. Logro escuchar ruidos que nunca antes había detectado. Se oye un silbido a lo lejos, en la calle, el silbido de los vendedores de camote, tan típicos de mi barrio. Mis mente acelerada fabrica cuantas preguntas necias puedan ocurrírsele acerca de estos hombres y su negocio: el volumen de su clientela, a cuanto ascenderán las ventas diarias, de qué fecha data el primer vendedor de su especie, cuales son los gérmenes que pudiese uno contraer al ingerir estos alimentos elaborados en las calles y que durante largas y soleadas horas del día absorben las miasmas urbanas.

Varias veces he intentado aprovechar mi insomnio para llevar a cabo alguna tarea productiva, intento escribir o fabricar algo, acomodar muebles, libros, cuadros, pero la esperanza de poder dormir aunque sea unas cuantas horas es abrumadora y me devuelve a la cama para intentarlo. Una noche llegué a pensar que podría engañar al insomnio acostándome más tarde de lo acostumbrado, pero no sirvió de nada… que fueran las diez de la noche o las dos de la mañana no había manera de conciliar el sueño.

Consulté a muchos médicos. Nadie me supo decir que había sucedido, porque había perdido la capacidad de dormir. Se sorprendían al verme. Señalaban que a pesar de no haber descansado en tantos días, ¡qué digo días! en tantas semanas, me veían saludable aún. Yo me miraba al espejo y no reconocía a la persona que me miraba desde allí.

No lo sabía, no podría haberlo previsto pero se acercaba el final del episodio…

Una noche cualquiera comencé mi ceremonia como de costumbre (ahora solo usaba incienso de jazmín, ya que el insomnio había despertado en mi un estado de alerta constante, una velocidad metabólica que había acelerado mi ritmo y que me tenía envuelta en un vórtice de actividades sin sentido) pero en vez de acostarme del lado derecho, el mío, el que siempre ocupaba, caminé al lado izquierdo y levanté el edredón. Metí un pie dentro de los dobleces de las sábanas frías y me coloqué boca arriba con la cabeza en la almohada. Era su lado. El lado izquierdo de la cama era suyo.

No supe en qué momento comenzó la catarsis, pero advertí que un raudal de lágrimas escurría por ambos lados de la cara, mi cuerpo temblaba con espasmos violentos mientras surgía un gemido que no reconocí, que nunca antes había escuchado salir de mi boca. Una marea de sensaciones nuevas recorrió mi cuerpo, y de pronto, sin más preámbulos, todo adquirió un sentido: las noches en vela, los largos paseos por las calles abandonadas, las sesiones de lectura o de cocina noctámbulas. Lloré, grité y me contorsioné sobre su lado de la cama como no lo había hecho nunca, ni siquiera el día de su muerte, aquella noche en la que él no volvió a ver la luz de la mañana.

Miré al techo a través de las lágrimas que se aglomeraban caudalosas sobre mis pupilas y lo recordé todo. La noche silenciosa que él interrumpió con un grito, mi temor y las manos temblorosas que buscaban sin éxito marcar los números de emergencia, su cuerpo inerte y frío en las sábanas cálidas, mi pie, el que todas las noches dormía pegado a alguna parte de su cuerpo, mi pié cuando tocó el suyo haciendo viajar millones de escalofríos por mi piel. El silencio abrumador de su abandono y mis ojos cerrados suplicando que alguien me despertara de aquella pesadilla.

Después de varias horas lánguidas, en las que repasé cada minuto de nuestra vida juntos, cada instante de su entierro, cada dolor que se había albergado cómodamente en algún recoveco de mi alma, apagué la vela.

Envuelta en sus sábanas, en la almohada que aún seguía impregnada de su olor, recordé esa noche en la que no dormí y las noches que le siguieron, en las que ni siquiera me acosté, en las que no hice siquiera el intento de dormir.

Recordé el día que decidí seguir con mi vida como si nada hubiera sucedido, la noche que volví a acostarme temprano, como lo había hecho siempre, ignorando ese otro lado de la cama, ese espacio vacío que había dejado su cuerpo en mis sábanas y su presencia en mi vida.

Recordé todo, lo sentí todo con mi cuerpo, con mi corazón, con mi alma y al fin dormí hasta que la luz del día se coló por las rendijas de mis persianas e invadió mis sueños.


Tartarito

Hoy me desperté temprano. Creo que era tan temprano que ni siquiera los de mi cuarto se habían levantado. Tendí mi cama, luego me volví a m...