A veces siento que soy un personaje de un cuento, pero soy también el escritor de ese cuento. Observo mi vida desde fuera y voy construyendo los posibles escenarios a los que se podría enfrentar mi personaje. Luego, como personaje, me pregunto que será lo que hace que mi vida sea tan confusa y como escritor, formulo un elaborado discurso para él.
En esos momentos, en los que soy personaje y escritor a la vez, las cosas se vuelven un poco complicadas. Aparte de la duplicidad evidente, me confunde estar dentro y fuera de las situaciones, observar y ser observado, experimentar y a la vez, ser espectador y juez de lo experimentado.
Algunas veces mi personaje se me rebela y no actúa como yo predije, como yo le ordené. Hace de las suyas, se vuelca hacía mi con el dedo índice en alto y me manda a freír espárragos... se va completamente por su lado y no hay forma de controlarlo ni de alcanzarlo en su carrera desenfrenada. Entonces tengo que enfrentármele y proponer una tregua, o entrar en debate, o pelearme con él descaradamente hasta que haya una resolución al conflicto. A veces salgo vencedora, otras él se sale con la suya. Cuando lo hace, yo me siento inútil y me pregunto si realmente puedo controlar a este invento mío, que tiene vida propia y que no me hace caso alguno.
El otro día mi personaje se encarreró y se tropezó con la vida y no pude ayudarle a que se levantara. Otro día, se puso a comer freneticamente porque algo en su interior le dijo que prefería ser un gordo feliz a un flaco obsesivo que nunca iba a estar realmente satisfecho con su peso y yo, no pude quitarle un solo bocadillo. Ayer, le dije que se levantara temprano para llevar a cabo una larga lista de tareas que yo le impuse, me prometió que lo haría, puso su reloj para las siete y media (la verdad es que me vi bastante sensata con la hora, yo hubiera querido que se levantara a las 6, porque al que madruga la vida le ayuda... pero bueno...). Hoy por la mañana sonó el despertador pero mi personaje sacó una mano de las cobijas y lo apagó, refunfuñando algunas ridículas explicaciones. "¡Que cojones los tuyos! ¡Que huevos!"- Le reclamé. "¿Acaso no habíamos quedado que te despertarías temprano? ¿Que tenías muchas cosas que hacer? ¿Que había que ir al gimnasio y luego a arreglar esos papeles que llevamos dejando a un lado no sé cuanto tiempo?" Ni siquiera me contestó. Se volteó hacía el otro lado, hacía el lado al que no da el sol, y se quedó en la cama dormido hasta las 10. Claro, esta tarde, cuando se le habían acumulado cuatrocientas cincuenta y nueve cosas y que no se daba abasto con el cúmulo de trabajo, me reclamaba: "¿¿Por qué no me despertaste??" y se sentía fatal, sentía que no tenía voluntad propia mientras que yo pensaba: "¿Tú? ¿¿No tener voluntad propia?? ¡Si no la tuvieras TODO sería más fácil!"