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viernes, 25 de julio de 2008

Una Vida Distinta

Cuando uno es niño piensa que las vidas de todos los niños son iguales. Si te gustan los chocolates no te cabe la menor duda que a todos les ha de gustar el chocolate. Si te gusta esquiar, determinas que el esquí es algo universalmente festejado. Pero esa burbuja se rompe inevitablemente cuando vas comprendiendo que cada quien es un individuo distinto y que las experiencias te forman y eventualmente, te cambian. A los siete años comprendí que yo sería distinta de los demás, que la separación regiría mi vida y el doloroso significado de la palabra efímero.

Mi familia y yo llegamos a Moscú un frío jueves de octubre de 1973. Yo tenía cuatro años, Breshnev era presidente y el sol se escondía a las tres de la tarde todos los días. Nos asignaron un departamento en el que no cabríamos, no había tomates frescos, ni aguacate, ni coca cola. Abundaban las papas, el pan y la mantequilla y teníamos una cocinera que no hablaba mucho pero preparaba docenas y docenas de Pilmieni (unos ravioles deliciosos que no he vuelto a comer desde entonces), sopas de col, de betabel y de sobras, que le quedaban exquisitas.

Mi padre era diplomático y se había especializado en Rusia, estudiando su política y su historia. Como había aprendido el idioma en la universidad y lo hablaba a la perfección, se adaptó fácilmente a la gris y triste ciudad, al sistema comunista y al frío. Él era un hombre apuesto: alto, esbelto, siempre erguido con distinción. Siempre admiré que se hubiera formado a si mismo. A los dieciocho años había huido de Monterrey su ciudad natal, para cultivarse y hacerse de un puesto que lo llevaría por el mundo entero y le mostraría las bellezas de nuestro planeta. Era un amante de la literatura, del teatro, de la ópera, del arte pictórico y la arquitectura. Lo apasionaban la historia, la música clásica, el ballet. Moscú, para él, era una fuente desbordante de cultura y de historia. Rápidamente se hizo de amigos soviéticos, integrándose a los círculos más cerrados de artistas, pintores escritores y escultores.

Para mi madre, en cambio, Rusia sería una cárcel, un lugar sombrío, una tumba. Ella no hablaba ruso, ni abrigaba muchas intenciones de aprenderlo. La ciudad le parecía deprimente y no lograba acostumbrarse al clima. Proclamaba con frecuencia que era de tierra caliente y que si el clima no lograba calentarla, buscaría otra cosa que lo hiciera. Se llamaba Marcela. Era una mujer de cuarenta y cinco años, once años mayor que mi padre. Tenía un rostro hermoso, fino, que había heredado de su abuela inglesa; el cabello largo, negro, partido a la mitad, que acostumbraba colocar en un chongo alto. Se vestía siempre con elegancia, usando una terrible faja que me recordaba a los vestidos del siglo pasado que embutían a la mujer hasta la asfixia. Era una mujer dulce, abnegada, cariñosa, pero se encontraba paralizada ante el cambio. No lograba integrarse como él al nuevo país y al no hablar ruso, construyó una muralla a su alrededor que impedía que entraran tanto las malas como las buenas experiencias de vivir en el extranjero.

Mi hermano y yo entramos a una escuela soviética para aprender el idioma de manera más natural, cosa que sucedió rápidamente y sin mayor esfuerzo. Era vital comunicarse con los compañeros, defenderse de las típicas agresiones infantiles, hacer intercambios de mercancías que traíamos del extranjero. Los niños, privados de las invenciones del mundo capitalista, hacían cualquier cosa por conseguir algo que proviniera de América. Una vez, mi hermano llevó a la escuela un paquete de chicles Wrigleys Spearmint que le había sobrado de las últimas vacaciones. Los niños de su clase enloquecieron, prometiendo traer algo valioso para llevar a cabo el trueque. Al día siguiente se juntaron todos en el recreo para mostrarle los artefactos que habían conseguido: había osos de peluche de todos tamaños y colores, carritos mecánicos en miniatura, mochilas, juegos de mano, globos, patinetas y pelotas. Pero a mi hermano de seis años no le interesaban tanto los juguetes. Era un niño precozmente intelectual. A su tierna edad ya le interesaba la lectura, le entretenían los rompecabezas, dibujar ciudades y castillos en hojas cuadriculadas, perfilándose como arquitecto o diseñador. También había heredado de mi padre el interés por la historia, la geografía, los cuentos de guerra y de invasiones militares. Estaba por conformarse con un carrito miniatura bastante bien cuidado, cuando se paró frente a él Nicolai, un compañero suyo, rubio, grandulón, con una nariz apachurrada como de boxeador y abrió su mano para revelar una medalla. Era una estrella de cinco picos rojos, desgastada por el tiempo, con la imagen del kremlin al centro y las letras CCCP inscritas en oro sobre un fondo azul cielo. Más tarde descubriríamos que era una de las condecoraciones más importantes que otorgaba el ejército soviético a sus héroes nacionales. Mi hermano sacó de inmediato el paquete de chicles y lo cambió por la hermosa y valiosa condecoración. Al llevarla a casa y mostrársela a mi padre, él nos sentó a los dos en la sala y nos explicó que no debíamos aprovecharnos de la austeridad en la que vivían nuestros compañeros rusos. Nos explicó que podríamos haber metido en graves problemas a Nicolai, porque seguramente habría robado la medalla de su padre o quizás de su abuelo para poder hacer el trueque. Nos pidió que fuéramos más generosos y que debíamos compartir y no intercambiar las cosas que conseguíamos en el extranjero, o al menos, si no era nuestra intención compartir, no ostentar nuestra situación privilegiada frente a nuestros amigos rusos. Al día siguiente mi hermano le devolvió la hermosa condecoración a su amigo Nikolai, quien se lo agradeció infinitamente, ya que, en efecto, la había robado y su padre le había proporcionado una buena paliza.

Mi hermano hablaba bien el ruso, yo (a decir verdad) mejor. Cómo camaleón, adquirí el acento y la idiosincrasia de mis compañeros soviéticos. Cuando los maestros de la escuela quisieron forzarnos a afiliarnos a mi hermano a los Pioneros y a mi a los Aktobriata (las organizaciones infantiles del partido comunista) yo no me opuse. Mi hermano, en cambio, protestó y se negó apasionadamente a pertenecer al sistema, aunque ello significara ser excluido de numerosas ceremonias y fiestas a las que asistirían todos sus amigos. Mi padre se vio obligado a hablar con la directora y, tras un inocente soborno compuesto de algún producto del mundo capitalista, consiguió que mi hermano fuera exonerado. Yo, en cambio, me regocijaba junto con mis amigos soviéticos en cantar canciones alabando al partido, distribuir propaganda y portar sobre mi uniforme, café obscuro con delantal negro, a guisa de condecoración, una pequeña estrella roja con la cara del niño Lenin estampada al centro. No es que tuviera una propensión profunda hacía el sistema comunista - aunque poco a poco fui mostrando evidentes inclinaciones más hacia la izquierda que a la derecha - mi objetivo principal era no ser señalada.
En casa me negué a aprender el español. Cuando mi madre me hablaba le contestaba en ruso, y sólo gracias a la interpretación de mi nana, Ninotchka, mi mamá captaba alrededor de un cincuenta por ciento de lo que yo decía.

A mi madre no le sentaba bien Moscú. Antes de llegar había vivido unos años en Washington. Mi madre recordaba con nostalgia la abundancia de los supermercados norteamericanos, el poder desplazarse sola por la ciudad, poder comunicarse con la gente y que la gente la entendiera. Sobre todo, no se acostumbraba al hecho de que su sirvienta y la nana de sus hijos fueran informantes de la KGB. Tampoco se acostumbraba a que, al levantar el teléfono, se escuchara el inconfundible zumbido de la intervención. Mi madre se deprimía a menudo y había descubierto que el vodka le calentaba el alma; y el valium aliviaba maravillosamente la angustia del insomnio y la depresión por no poder volver a casa. Mi madre extrañaba los tamales, las carnitas y las comidas familiares, a mis tíos, abuelos, y a todos los amigos que había dejado atrás.

Ninotchka y ella no se llevaban muy bien. Nina era una hermosa rusa pelirroja de botas altas y faldas cortas. Aunque era evidente que había sido enviada por cortesía de la KGB para monitorear las actividades y conversaciones de mi padre, era encantadora y nos sedujo a todos con su alegría. Su lealtad hacia mi familia era tal que un día, en confidencia, le pidió a mi padre que evitará tocar cualquier tema delicado frente a ella, porque su obligación era reportarlo y no quería meterlo en problemas. Mi padre y mi madre, como todos los diplomáticos que vivían en la Rusia soviética, comprendían que había que usar las escuchas telefónicas a su favor. Mi padre las aprovechaba para resolver asuntos diplomáticos, mi madre, para los asuntos domésticos. Ella levantaba el auricular para llamarle a una amiga y comentarle que la plomería de la casa se estaba cayendo a pedazos debido a que el plomero no se había presentado. Un par de horas más tarde, invariablemente tocaban el timbre y allí estaría, como por milagro, parado en el umbral de la puerta, el tan informal plomero que había sido solicitado semanas atrás. Así funcionaban las cosas y nadie se quejaba.

Cuando cumplí seis años planeamos una gran fiesta en el pequeño departamento. Mi padre, al inscribirnos en una escuela soviética, no había contemplado el hecho de que nosotros no podríamos invitar a nuestros amigos rusos a casa. Esa era una de las muchas prohibiciones del sistema. Los soviéticos preferían que el contacto de la población con extranjeros fuese el menor posible ya que no querían que los niños soviéticos se "contaminaran" con ideas occidentales, ni que fueran testigos de la forma en la que vivíamos, evidentemente más opulenta que la suya.
Yo hice mi lista de invitados, como cualquier otra niña, pero la mayoría de ellos eran mis compañeros de clase. Mi padre la estudió y no tuvo corazón para negarme la fiesta. Él y Nina se sentaron a planear la estrategia.

Al día siguiente llegué a la escuela con las invitaciones bajo el brazo: "Te invitamos a la fiesta de Tatina. 233 Kutusovski Prospect. Favor de presentarte detrás del árbol que se encuentra a espaldas de la cabina del policía. Y, discretamente, espera instrucciones…" ¡Vaya invitación! Cualquiera hubiese pensado que era el mensaje en código de un eminente asunto de espionaje internacional.


Cuando llegó la fecha, había una larga cola de niños escondidos detrás de la cabina del incauto policía. Nina llegó aquel día con una blusa un poco más reveladora que de costumbre, sus botas largas y la más corta de sus faldas. Salieron ella y mi padre a cumplir con la misión. Nina, coqueta como era, se acercó al deseoso Policía, que desde el primer día, desde su solitaria cabina, la había observado entrar y salir de nuestro edificio, añorando la posibilidad de entablar diálogo con ella. El la vio acercarse, emocionado, crédulo, pensando que la suerte por fin había tocado a su puerta. Nina inició la distracción con una enorme y seductora sonrisa, mientras mi padre tomaba al primer niño en brazos, como saco de patatas y corriendo a través del largo estacionamiento, lo depositaba como mercancía robada a la entrada del edificio. Antes de que el niño hubiese emitido palabra o sonido alguno, mi madre lo empujaba al interior, señalándole la ruta hacía nuestro pequeño departamento. En la puerta mi hermano y yo esperábamos a las víctimas con un trozo de pastel en las manos y grandes sonrisas de bienvenida.

Una vez cumplida la misión dimos una gran fiesta con delicias importadas de Finlandia, una piñata hecha en casa, numerosos juegos y regalos de despedida. Nina acabaría siendo gran amiga del afortunado policía que nunca se dio por enterado de nuestra hazaña y mi padre habría logrado quedarse en mi memoria como el heroico organizador de la más azarosa fiesta de cumpleaños.

En Moscú hice muchos amigos. Pero la persona que recuerdo con más cariño es Natalie, la vecina Francesa con quien realmente podía convivir sin sentir que cometía algún delito. Ella era hija de un diplomático divorciado. Su madre se había quedado en París, por lo que siempre estaba sola. Nos conocimos un día en los pasillos del condominio por el que ambas vagábamos con frecuencia. Nos volvimos inseparables. Esquiábamos, patinábamos en la pista cercana a la casa, jugábamos a las muñecas, a los hombres de nieve y a tantas otras cosas a las que juega uno cuando tiene seis años. Yo pensaba que no nos separaríamos jamás. Todavía no alcanzaba a comprender que eso sería inevitable.

Pasaron dos largos años llenos de aventuras. Hasta que llegó el día, no recuerdo cual con exactitud, que mi padre volvió a casa sonriente, para anunciarnos con júbilo su adscripción a un puesto nuevo. Mi madre dio un salto enorme, haciendo rodar por el suelo los tomates que nos habían traído de regalo de Noruega; mi hermano sonrió silencioso, con su sensatez precoz y yo miré hacía la cocina y me pregunté si Zoya, nuestra cocinera y Nina vendrían con nosotros.

A los ocho años no entiendes que cuando vas a otro sitio, eso implica que el sitio en el que vives se quedará atrás, y que así como el sitio, quedarán atrás tu casa, tus amigos, tu nana, tus maestros, la nieve, el policía de la entrada, y la Babushka que, sentada durante horas interminables frente al edificio, te saludaba de la misma manera todos los días. A los ocho años te preguntas que te espera en ese lugar desconocido, te preguntas si las cosas serán iguales, si ahí habrá mayor cantidad de jugueterías, si habrá tiendas con mucha mercancía en vez de la Berioska con sus estantes vacíos; te preguntas si te gustará la escuela nueva, la casa nueva y si tendrás nuevos amigos. No entiendes en primera instancia que jamás volverás a ver a Nina o a Natalie … o que en unos cuantos años el país entero cambiará de tal forma que aunque regresaras algún día nunca volverá a ser el país de tus recuerdos.

Mi madre me ayudó a empacar los juguetes. Fui a la escuela a despedirme de los amigos, que suponían ingenuamente que estaríamos juntos el año siguiente. Paseamos mi hermano y yo con Nina por última vez por nuestro parque. Ella lloró. Yo la abracé y le prometí que volvería por ella algún día… que la arrebataría de ese mundo en el que el marido la golpeaba y cuyo sistema la guardaba presa. Pero ella, aunque me hizo creer que tenía esperanzas, sabía que eso no sucedería nunca y lloró un poco más.

Poco tiempo después dejamos el departamento en el que habíamos logrado acomodarnos y tomamos el avión hacía ese lugar en Europa que era la capital de Inglaterra; y yo entendí por fin que aunque le contestara en ruso a mi mamá y aunque fuera una Aktobriata, no era ni sería nunca una niña rusa como todas las de mi clase.

Finalmente entendí que mi vida sería, ineluctablemente, distinta a la de todos los demás.


8 comentarios:

  1. Hola Partner! Me da un gusto enorme leer tu blog y mas el ser de las privilegiadas que leyo este texto en "hard copy" hace ya unos anitos!
    Que bueno que te animas a escribir, pues lo haces muy bien! Y esta, tu primera historia del blog, me parece maravillosa!

    Estuve hace un par de dias en Pula (Croacia) en un coliseo romano a las 10 de la noche viendo una pelicula Croata en medio festival de cine, una cosa alucinante! Por supuesto me acorde mucho de ti y me hubiera gustado muchisimo haberlo compartido contigo, por lo pronto estuviste enmi corazon=)

    Un besote y suerte con el credito!!!!

    Viviana

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  2. Maravillosa historia. Lo que me encanta es que los personajes me sean tan familiares.
    Que maravilla que aproveches ti capacidad para escribir para contar todas esas historias que viviste desde tan pequena.
    Ya quiero leer el siguiente "capitulo".
    Saludos,
    Katia

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  3. Felicidades Ale!!! un abrazo, Mariana

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  4. Con más calmita... me encantó la anécdota de inauguración... y sí, vaya que tu vida es distinta!!! y no tan distinta... eso es lo que se nos escapa de las manos cuando nos miramos a través de la "normalidad" de alguien más, efímero es cada día al pasar y lo verdaderamente distinto, de estas maravillosas experiencias de vida que nos vas a compartir, es que gracias ellas tú descubriste cuán relativo es todo aquello que damos como eterno y, sin embargo, a través de estas posibilidades extraordinarias de mirar el mundo y sus alrededores, conservaste en ti un único e idéntico corazón... Más felicitaciones y mucho aliento para que, con la generosidad de tu bella letra, nos sigas haciendo parte de tu clara y distinta mismidad. Otro abrazo!!! con mucho cariño, Mariana.

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  6. Mi amor, lo lograste!! Muchísimas felicidades. Sigue así, tus historias tienen que ser contadas. Te amo!!

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  7. ¡Hola Ale! Gracias por invitarme a leerte y compartir tus memorias de esta forma. Qué lindo que hayas decidido empezar a contarlas...

    Después de leerte te he imaginado como una niñita de un cuento que leía cuando era niña. Éste era regalo de mi papá y era de editorial Progreso, se llamaba Lárik, el niño del tambor.
    Bueno, se despide con un gran abrazo fraternal tu nueva asidua lectora...
    Ale L.
    (Y sí, compartimos el nombre...)

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  8. tatina!!!

    ...cómo hacemos para probar esos deliciosos Pilmienis...???

    ...mokumunch...deli n tales....

    y a los trece años... qué pasó? dónde estabas...?

    Xiucoatl.

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Me encantan sus comentarios, son importantes para mi!

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