Buscar este blog

miércoles, 10 de octubre de 2018

Tartarito

Hoy me desperté temprano. Creo que era tan temprano que ni siquiera los de mi cuarto se habían levantado. Tendí mi cama, luego me volví a meter en ella. ¡Me encanta la sensación de sábanas estiradas!

Tuve un sueño muy extraño: estaba en un establo, con mi caballo, desnuda. Me fui a montar y al llegar a la pradera, entre ritos y hechizos, le saqué los ojos. No. No es cierto. No fue un sueño, fue una película que vi el otro día. No recuerdo cómo se llamaba.

A veces me pasa eso, confundo las películas con mis sueños, y mis sueños con películas. Un día le conté a un Sargento una película que había visto pero me dijo que seguramente había soñado porque era incoherente. Siempre incoherente. Es lo único que me saben decir.

Cuando le platiqué que había visto un documental sobre nosotros, sobre la familia, tampoco me creyó. Sí lo vi, creo... Estaba mamá, pero no hablaba, solo estaba ahí, sentada, mirándonos con sus ojos dulces llenos de leche, bendiciéndonos con su sonrisa. (Claro que lo han de haber filmado hace mucho tiempo porque yo estaba muy pequeña y además, hace años que desapareció mamá ). Tú también estabas chiquito. Te recuerdo con tus rulitos negros y tus ojitos y tus dientes de Draculita.  ¿Por qué no has venido a visitarme? Me duele.

Me duele la piel de repente. Siento así como cuando me pellizcabas. A veces me duele tanto que me tengo que echar agua en el cuerpo. Pero los sargentos no me dejan, me atan a la cama con esos lazos que queman y dejan llagas rojas y profundas.

No me importa, ¿sabes? Ayer me dijo Tartarito cómo se me podían quitar los dolores. Me dijo que fuera a traer delfinios del campo y lilas y nenúfares y que me los pusiera por todo el cuerpo, así, extendidos. Que no podía moverme, nada, ni siquiera para rascarme, en quince horas. Pero como no me dejan salir a recoger flores les pedí que me dieran papel y las dibujé. ¿Tú sabes cómo es un nenúfar? Yo sí. Las recorté y llevo ya ocho horas inmóvil.

Lo único que no está inmóvil es el enanito. El se mueve para acá y para alla en mi cabeza. Y me dice cosas pero no te las puedo contar porque son secretos. Bueno, quizás algún día lo haré, ahora está escuchando y si me oye... Es muy cruel. Le ordena a mis manos que hagan cosas feas. Les dice que me castiguen por que soy mala, entonces ellas obedecen y agarran lo que encuentran para lastimarme.

El otro día - y esto no se lo digas a nadie - en ese lugar blanco en el que se sienta uno a comer, el enanito les ordenó a las manos que me cortaran los muslos para que no pudiera acariciarme en las noches cuando pienso en ti. Obedecieron y ahora tengo vendas en las piernas y los sargentos no me dejan ir a comer. Me sirven aquí porque ellos también le tienen miedo al enanito.

Como tengo los ojos cerrados creen que estoy muerta. Llevo ya nueve horas así. A veces vienen los sargentos y me preguntan:  "¿Ya?" y "¿Cuánto falta para que abras los ojos y te muevas un  poquito?". Pero como no puedo contestarles piensan que estoy muerta. 

Me tengo que curar el dolor de piel porque es insoportable. Por suerte no me han quitado las flores de encima. Han de creer que son las que me enviaron ustedes cuando supieron que estaba muerta. Pero... no lo estoy. Tú lo sabes, ¿verdad? Y tambien Tártaro y el enanito.

¿Sabes? No me da miedo estar muerta. Es muy relajante. No me importa no moverme. Lo único que me molesta son los pellizcos. Yo ya le dije a mi piel que estaba harta del dolor pero me dijo que no era su culpa, que estaba siguiendo órdenes, que el enanito le había dicho que ese era mi castigo por haber estado contigo esa noche. Ay, hermanito, diles que lo que hicimos no es feo, que eras mi mejor amigo, mi amor, mi todo.

Para darles por su lado al enanito, a la piel, a las manos y a todos los demás, les dije que me había arrepentido. Les dije: "¡Ya!  ¡Ya!  ¡No me hagan sufrir!  ¡Sé que es pecado!  ¡Me arrepiento, me arrepiento !". Pero no me creyeron. Creo que en el fondo saben que te quería y que por eso lo hicimos.

Diez horas, ya sólo me faltan cinco... ¿No me creerías verdad? Cuando jugabamos de pequeños yo no podía estar quieta. Tú sí. Ya ves, aprendí de ti. Tambien aprendí que no hay que ceder con los sargentos blancos, que nunca hay que contarles nada.

Nadie sabe lo de nosotros, no se lo he dicho a nadie. El único enterado es Tartarito. Me habla. Sé que es chiquito y que no puede hablar, pero yo lo oigo, siento sus palabras, te lo juro.

Por qué se lo llevaron, ¿eh? Llevaba tanto tiempo viviendo dentro de mí, y bueno, ya sé que no quería salir y que cuando salió en lugar de llanto le brotó sangre, pero me lo podrían haber dejado, aquí, junto a mí, para que curara con sus manitas los dolores de mi piel.

¿Qué le hicieron? Lo tiraron a la basura y lo cubrieron de papel periódico. Eso lo vi en una película.  O ¿lo soñé ? ¿Qué le hicieron? El nunca me habla de eso. No sé en dónde está,  ¿tú sabes?

"Hijo, Mamá, Papá ". ¡Qué bonitas palabras! Cuando me pongo a gritarlas para que no se pierdan en el silencio, para que nunca se me olviden, los ojos de una sargenta se ponen húmedos y se llenan de lágrimas. La miro y le grito a la cara: "¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?". Pero nada más para asultarla porque me divierte como toma sus cosas y se larga, llena de angustia. ¡Qué tonta! ¿Que no sabe que Tártaro, Tartarito, mi Tartarito lindo, rojo, sangriento, chiquito, me habla en las noches?

Rápido, antes de que regrese, ¿te cuento lo que me dice el enanito?
Dice que me castigó Dios porque compartí contigo las sábanas blancas. Porque eso es malo. Porque nuestro hijo, Tártarito, nació muerto. Porque yo le tenía tanto miedo a que doliera su salida que me golpeé el estomago con las manos hasta que dejó de patear. Pero tú no le crees ¿verdad hermanito? Yo creo que está loco.

Falta una hora. Ya no me dolerá nada. Sólo tu ausencia pero ya aprendí a vivir con ella.

Oye, ¿cuándo vendrás a visitarme, hermanito? Te extrañé un poquito, de repente.
Ayer vi una película en donde tú venías a verme y estabas muy pálido y me mirabas y era  feo porque creo que era odio en tus ojos... y me decías que ya nunca volverías a verme porque yo había matado a tu hijo. Luego te dabas la vuelta y en la espalda traías cargando a Tartarito. Bueno, creo que era Tartarito. Ya no me acuerdo.

La vi por la noche en la tele y me salió una ampolla en el pecho. La vi, bueno, eso creo. Pudo haber sido un sueño. Ya no me acuerdo.

-->

domingo, 17 de septiembre de 2017




EL REGRESO A MI MISMA
Parte 1

Una noche hace ya más de doce años, me fui de fiesta con algunos de mis amigos más reventados. Comimos en el Danubio Azul, en el centro de la ciudad, nos tomamos seguramente más de diez botellas de vino y acabamos en casa de una amiga, los sobrevivientes. Los más resistentes. Los que siempre cerrábamos los bares y las fiestas. Yo estaba enamorada de Rodrigo, un amigo y colega mío que no estaba realmente muy interesado en mi. Nunca habíamos estado juntos, pero yo quería estar con él. Mi amiga sacó un instrumento y se pusieron a tocar y a cantar. Rodrigo y yo nos dirigimos a una de las recámaras... y de ahí... no recuerdo nada más.

Al día siguiente amanecí en su casa. No recuerdo ni como llegué, ni si habíamos tenido sexo, no recuerdo si manejé, ni como llegamos a su casa. Yo traía carro, ¿manejé? ¿Manejó él? Nada. Blackout total. Me dio vergüenza preguntarle si habíamos cogido, pero él, ante mi mirada de terror e incertidumbre, me aseguró que no había pasado nada. Era mi amigo y me quería. En ese momento, di gracias al universo de que haya sido él el que me acompañaba y no algún desconocido o algún patán que fácilmente hubiera podido aprovecharse de mi estado de inconsciencia.

Salí de su casa manejando y a medio camino, rumbo a mi casa en Coyoacán, sobre avenida revolución, simplemente detuve mi carro y vomité. Vomité la comida del día anterior, el alcohol, la vergüenza, el miedo y también vomité sangre… le llamé a una de mis mejores amigas quien me llevó al hospital…

Esa fue mi última borrachera. Después de eso, fui con un psiquiatra que me dijo que había desarrollado una "alergia" al alcohol (alergia o alcoholismo, me pregunto si hay una diferencia…) y que debía parar. Me recetó unos antidepresivos y me fui. Felizmente a seguir con mi vida, dopada para no sentir y no descubrir, ni entender las razones que provocaban esos estados. En vez de entrar a un programa de AA (que consideraba que no era para mí) o ir a terapia o buscar algo que me ayudara a entenderme, a verme en el espejo, a aceptar que uno no bebe así sin que haya un profundo dolor o vacío que uno no quiere ver ni aceptar, me tomé las pastillas, y con la voluntad y capacidad de dar la vuelta a la página que me caracteriza, dejé de beber. Dejé de ver a mis amigos, la mayoría igual de alcoholizados que yo, algunos funcionales otros no tanto, y cambié mi vida.

Lo primero que hice, obviamente, ahora lo entiendo, fue sustituir mis adicciones. Claro, porque uno no deja de ser un adicto, solo cambia de adicción a lo largo de la vida hasta que esté dispuesto a hacer el trabajo que requiere cambiar de verdad... empecé a hacer ejercicio y claro, me dediqué obsesivamente al trabajo. Busqué algo que me ayudara a alejarme de mis amigos que a veces me llamaban a altas horas de la mañana, porque me extrañaban (¿o acaso extrañaban a la amiga borracha y divertida que solía hacerles segunda?). Me metí a cursos de escalada en roca y finalmente, conocí al hombre que se convertiría en mi esposo.

Él era un chico, y digo chico porque era seis años menor que yo, muy guapo, inteligente y sensible. De inmediato nos entendimos. No nos gustaban las mismas cosas, él no bebía, no fumaba, no había hecho drogas jamás pero eso estaba bien. No le gustaban los excesos, no le gustaba la vida social, tampoco trabajaba en la misma industria que yo. No era cineasta, ni literato. No era conflictivo, no estaba "confundido", no estaba comprometido con alguien más... Era perfecto. Y si, fue perfecto.
Nos enamoramos y nos fuimos a vivir juntos y una año después, nos casamos. Y yo, habría logrado cambiar mi vida por completo: encerrarme en una burbuja de amor y no salir de ella. Con él me podía quedar en casa a ver películas, o invitar a su familia a jugar cartas. Podíamos ir los fines de semana a caminar o a andar en bici. Todo había cambiado. Yo había cambiado ¡que triunfo!

Abrí mi compañía, tuvimos un hijo, pasaron los años… ¿final feliz?

Cuando era pequeña, nos mudábamos de país en país, cada cuatro años. Mi padre era diplomático. Las primeras mudanzas fueron difíciles. Dejar atrás amigos, nanas, colegios, mi cuarto, mi casa, cambiar de escuela y de idioma... las primeras veces, las despedidas eran desgarradoras. Mis amigas y yo, nos reuníamos en mi casa a entregarnos regalos y cartas y promesas de estar siempre, siempre en contacto, independientemente del lugar al que nos llevara la vida... llantos, risas, abrazos y finalmente el adiós, que en ese momento pensábamos que no sería definitivo, pero que después descubriría que siempre lo sería. En mi mente infantil, existía todavía la ilusión de que a pesar de la distancia, habría permanencia. Existía la forma de que las cosas no cambiaran del todo, de que mis amigas siguieran siendo mis amigas para siempre, de que no se romperían las promesas. Me iba del país, con ojos llorosos, pero con la ilusión de que no estaba dejando todo atrás para siempre. Llegaba al nuevo sitio, me instalaba, extrañando el país anterior y a mis amigos. Todos los días llegaba a casa con la esperanza de encontrar una carta de mis amigos del pasado y muchos de esos días, ahí estaban. Me refugiaba en mi cuarto a leer, revivía los momentos con nostalgia, respondía de inmediato… más lágrimas, más anhelo, más dolor.
Hasta que las cartas empezaban a llegar con menor y menor frecuencia. Y mis nuevos amigos, del nuevo país, comenzaban a ocupar mi tiempo y poco a poco mi corazón. Un día, me sorprendía al darme cuenta que había pasado tal vez un año que no recibía una carta… por unos segundos me invadía la nostalgia otra vez, pero rápidamente la desechaba para seguir con lo que estaba haciendo. Para seguir con la vida y el presente.

La vida itinerante me dio un poder. El poder de no mirar atrás. Después de los primeros cambios, entendí que eso era posible. Cerrar un capítulo, así de golpe, y empezar otro nuevo, sin mirar atrás. Era menos doloroso, sin duda, que vivir anhelando algo que ya no estaba.

Hice lo mismo con mi vida de excesos. Construí un universo en el que no cabían. Un refugio en el que me podría curar las heridas y olvidarme de un pasado que me parecía tóxico… pero la vida no es así. Puedes cambiar de país, de casa, de amigos pero no puedes escaparte de ti mismo.

La maternidad en todos los casos, tiene un efecto catártico sobre la mujer. Tal vez también, seguramente, sobre le hombre, pero por él no puedo hablar, lo desconozco. Uno se cuestiona todo. Todas las bases sobre las que uno ha construido su identidad son puestas a prueba. ¿Quien soy? Se pregunta uno. ¿Soy mamá? ¿Es eso lo que me define ahora? ¿Soy aquella que era hace unos meses, empresaria, escritora, productora? ¿Soy todas esas a la vez? De pronto, tiembla la tierra sobre la que nos hemos tan cómodamente ceñido y comienza la crisis…

Cuando hablo de crisis, es en el sentido trascendental de la palabra: "Crisis: Situación grave y decisiva que pone en peligro el desarrollo de un asunto o un proceso". 

En efecto, estaba en peligro este yo que me construí en base a una idea de como yo "debía"





ser. En base al rechazo a mi vida anterior.



Vuelvo a la premisa: no puedes escaparte de ti mismo.

Comenzó a resurgir ese yo enterrado, el yo que muy cómodamente había barrido debajo del tapete como una basura despreciable, comenzó a manifestarse. Y fue entonces, que tuve que enfrentarlo por fin…
(continuará)



lunes, 13 de abril de 2015

Unas palabras de mamá.

Una mañana me desperté sabiendo que "algo" estaba sucediendo adentro de mi. Fui rápidamente por ese palito que había comprado unos días antes en la farmacia de la esquina, y luego al baño, a hacerle pipí encima y saber, así, de un minuto a otro, si tu estabas en mi vientre e ibas a transformar mi vida.
Todas las mañanas cuando escucho tu voz gritando "Mamá!" desde el cuarto que he ido modificando conforme creces, me pregunto si es real que estás finalmente aquí conmigo. Te esperé durante tanto tiempo. Te busqué durante años, con uno y con otro. Finalmente te encontré y estás aquí.

Entonces ¿porque hay días que me pregunto si soy lo mejor para tí? Me pregunto si así como tu eres, indiscutiblemente, lo mejor para mi, puedo corresponderte. Porque estoy llena de defectos, te lo advierto desde ahorita, soy impulsiva, compulsiva, tengo profundos miedos que me carcomen y a veces, no le tengo miedo a nada, ni a que te caigas cuando vas corriendo o escalando por las rocas del parque... no es que no sepa cuidarte, creo que lo hago bien. Es que no sé si estás listo para ser parte de todas esas cosas que yo amo. ¿Puedes compartirme con mi trabajo, con mis asuntos sociales, con mi escritura, con los libros que nos rodean, con mis paseos, con mis sueños, con mi nostalgia? ¿Estás dispuesto a compartirme con tu padre, con tu abuelo, con mis amigos, con ese universo de cosas que no son tú?

Yo estoy dispuesta a darte todo lo que tengo, a compartir contigo todo lo que he aprendido a lo largo de estos cuarenta y cuatro años de vida, a enseñarte y guiarte en este camino que al fin de cuentas es tuyo. No estoy dispuesta a dejar de ser quien soy porque entonces, ¿qué clase de madre sería? Una madre desdibujada, una madre frustrada, una madre... ¿como la mía?

Algunos tienen la suerte de contar con una guía, otros no. Otras nos estamos inventando como madres todos los días a falta de un ejemplo satisfactorio. Otras necesitamos saber, al mirar a nuestros hijos a los ojos, que nos van a aceptar como somos, aunque nadie nos haya enseñado como ser mamás.

Cuando tú lo dices, "mamá", lo gritas en la oscuridad y en el silencio nocturno, yo sé que esa soy yo. No me dejes perderme, no me dejes desaparecer, no me dejes equivocarme en el camino y perderte a tí. Que una madre perdida, no se recupera jamás.

viernes, 10 de abril de 2015

Transformación

¿Que sería de nuestra vida si no permitiéramos que nos transformara? Somos seres hechos de materia orgánica. Cambiamos, evolucionamos, nos transformamos. Con cada encuentro, cada evento, cada suceso de nuestro día a día, afectamos nuestra vida y se ocasionan cambios. Estoy y quiero estar consciente de esos cambios, cada minuto de mi vida. Mi hijo me sonríe y eso dispara en mi algo que altera el estado emocional de mi día: un cambio. Tomo un vaso de agua, me lleno de vida y eso altera mi estado físico. Siento un dolor en un pie que me provoca incomodidad, altera mi humor.

Los cambios por los que yo estoy pasando no son externos (aunque existen manifestaciones externas de ellos). Son cambios profundos que están sucediendo en mi interior y que me están transformando. ¿En que? No lo sé. Supongo que en mi misma. Supongo que estoy acercándome a ser más yo cada día y eso es lo que está sucediendo. Mis cambios internos alteran mi mundo, el de mi hijo, el de mi esposo, el de mis amigos y mis compañeros de trabajo y el mundo se mueve. ¡Que maravilla! ¡Por favor que el mundo no deje de moverse!

Empiezo a ver lo que se ve, a escuchar lo que se oye, a sentir lo que siento y a entender lo que entiendo.

Empiezo a comprender el significado del desapego. Del desapego a lo que no se ve, a lo que no se escucha, lo que no se siente y lo que no entiendo. Me empiezo a sentir libre. Libre de las expectativas de otros y sobre todo de las que me impongo. Libre de las viejas historias del pasado. Aquí presente.

No hay otra cosa más que el aquí y el ahora.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

De la culpa y otros dolores del alma.

Cuatro años me tardé en embarazarme. Cuatro años soñé con tener a mi hijo que ahora está por cumplir tres años. Una de mis mejores amigas me dijo: “te va a costar mucho trabajo, querida, porque estás acostumbrada a hacer lo que quieras con tu vida y desde hace mucho tiempo…” (fui madre a los 41 años, son por lo menos 22 de ser completamente independiente)… yo le contesté que para nada, que esto era lo que yo más deseaba en la vida y que no había razón para dudar que sería él lo más importante en mi vida.

Amo a mi hijo. Esto lo tengo que declarar, antes de que me dé un pinchazo en el corazón y relea lo que escribí y sienta: “Dios mío, ¿podrá alguien interpretar que me arrepiento de haberlo tenido y que no lo amo?”. Lo aclaro de una vez: ¡lo amo con toda mi alma!

Pero mi amiga tenía razón. Y lo más difícil no ha sido aprender a ser madre, lo más difícil ha sido, ser todo lo demás que soy.

¿Por qué? Por el debate constante entre la idea de la madre “perfecta” y lo que realmente soy.

Soy productora de cine, he dedicado el noventa por ciento de mi vida a mi trabajo, dejando a un lado noviazgos, tiempo con la familia, vacaciones, mi propia salud a veces, con tal de lograr lo que quiero y de hacer lo que me apasiona. Por mucho tiempo no hubo lugar en mi vida ni para una pareja. Hace unos años mi carrera me fue dando más independencia, cree mi propia compañía, mis tiempos comenzaron a ser más míos y finalmente me di tiempo para mi. Conocí al hombre que es ahora mi esposo y busqué formar una familia. Y en cuánto me embaracé, bajo la poderosa influencia de la oxitocina y de la relaxina, hormonas que nos ponen en un estado de relax bastante adictivo, pensé que todo esto que yo era dejaría de ser importante frente a tan magno acontecimiento.

Cuando nació Diego, en efecto, durante los primeros meses nada tenía importancia más que él. Pero, mientras yo me regocijaba dentro de mi burbuja maternal con mi hermosa creatura pegada a mis pezones,  los correos se acumulaban, los proyectos se retrasaban, mi compañía sufría mi ausencia y la realidad de “allá afuera” seguía su curso.

Cuando volví, a medias, a mi realidad fue que empezó el desgarrador sentimiento de culpa a dividir mi ser… Cuando estaba con Diego, sentía que debía estar trabajando, cuando estaba trabajando, mi cuerpo y mi corazón querían estar con mi hijo. Cuando estaba en casa y tenía ganas de dormir, (o de bañarme o de leer o de hacer ¡cualquier otra cosa!), y mi hijo estaba despierto, me subía a mi recámara a descansar y mi mente me torturaba, a pesar de que había alguien con quien dejarlo : “¿por qué no estás con él, ahora que tienes tiempo? De por si le estás dando menos tiempo porque trabajas, ¿no deberías de estar con él? ¿Acaso no era lo que querías? ¿tener un hijo? ¿Y lo dejas en manos de otra? ¿Qué te pasa? ¿Que clase de madre eres…? ” la tortura era tal que bajaba a “estar con él”, ojerosa, cansada y afligida… 

Pasó el primer año y a decir verdad, si mejoraron las cosas (¡no sin la ayuda de mi maravilloso psiquiatra!). Él crecía, se volvía más independiente y yo poco a poco empecé a encontrar tiempo para mi y comencé a entender que para ser madre no se necesita sacrificarse a si misma. Sin embargo, algunos días, aún hoy, después de casi tres años, me llega la aflicción. Después de varios días de largas horas de trabajo, días en los que con mucho esfuerzo llego a tiempo a casa para dormirlo, llega el sábado y quiero hacer mil cosas mías y una de ellas es dormir! Estoy cansada, agotada de mi semana… pero pasadas las ocho de la mañana, esa voz que me tortura penetra mi sueño y empieza a molestar. Y las fantasías de hacer algunas cosas para mí, ir a un masaje, ver a alguna amiga, leer ese libro que he dejado a medias, dormir hasta las doce del día, se esfuman… Escucho a mi hijo riéndose con su papá, disfrutando su compañía, ¡divirtiéndose! y aún así, sabiendo que está en perfectas manos y que está forjando una maravillosa relación con su padre, la voz me dice que yo debería de estar con él. Que me necesita. Que no me ha visto casi nada en toda la semana. Que me levante de la cama y vaya a desayunar con él.

¡Vaya narcisismo! Pensar que el mundo gira a mi alrededor. Pensar que mi hijo no puede estar bien sin mi. ¿Acaso no es precisamente eso es lo que hace uno al criar? ¿Volver a su hijo lo suficientemente independiente para poder vivir sin uno? ¿Acaso no estoy, justamente, haciendo un gran trabajo como madre si él está bien sin mi?

Entonces, ¿qué tengo que hacer para aplacar esa culpa? Porque el remedio de estar más tiempo con él no es realista. Porque tengo una empresa que dirigir y porque aún siendo dueña de mi tiempo, tengo responsabilidades y sobre todo, porque sin ello, no solo no podría darle a mi hijo el nivel de vida que le estoy dando, sino yo, francamente, me marchitaría. Porque quiero que mi hijo aprenda a amar su trabajo, a disfrutarlo, a apasionarse por algo. Porque también necesito, para estar bien, para estar saludable, tiempo para mi. Necesito poder ir a correr y mantenerme sana y energética, necesito poder salir con mi pareja, necesito también poder ir al cine o a cenar con las amigas. Por que si abandono todo lo demás y me vuelco sobre él, ¿qué haré el día que el se vaya a la universidad? O antes, cuando ya no pase ni un minuto en casa sino con sus amigos y sus propias actividades. Y ¿en quien me convertiría sin eso que me hace ser quien soy? Solo pensarlo me deja con en enorme hueco en el estómago…


Me levanto y bajo tranquilamente a tomar un té y trato de calmar mis ansias. Lo miro y veo un niño sano y feliz. Tranquilizo a mi corazón y me doy un momento y me digo que estoy haciendo lo que puedo. Lo tomo un día a la vez, sabiendo que tal vez la culpa y los dolores del alma desaparezcan por unos días o unas semanas y que tal vez vuelvan... y se me olvide otra vez que no hay madres perfectas, que todas las madres hacemos lo que podemos y que seguramente a todas nos agarra la angustia de no lograrlo, de cometer errores, de no estar dando suficiente… Diego voltea a verme y con una sonrisa pícara me pregunta: “¿Estamos juntos mamá?” y le contesto, con un nudo en la garganta pero con toda la sinceridad del mundo: “Si mi amor, estamos juntos…” porque en efecto, aunque lo dude a veces y no sepa como explicarlo, Diego está siempre, en todo lo que soy.

sábado, 15 de junio de 2013

Días como hoy

Hay días que uno necesita pasar tiempo con los amigos, hablar de mil tonterías, de todo y de nada. Hay días que uno necesita olvidar el trabajo, las relaciones públicas, el famoso "networking" y simplemente necesita ESTAR con la gente a quien ama. Hoy estuve con mucha gente que amo y que han estado en mi vida mucho o poco tiempo pero que por una y otra razón han dejado una marca en ella. Es gente a quien veo de vez en cuando, o diario a algunos casi nunca y sin embargo presentes siempre.
Gracias amigos por un gran día.




jueves, 13 de junio de 2013

Retomando la vida

Y pues si, aunque uno haya nacido en el siglo veinte, hay algunas cosas que quedan inculcadas en lo más profundo de nuestros seres. Un chip implantado por ahí que se manifiesta a través de ese sentimiento tan inútil que llamamos culpa... Ese chip que yo tengo implantado en lo más profundo de mi ser es lo que ahora impide que disfrute mi maternidad y a la vez siga disfrutando mi trabajo, mi carrera, lo que me define o me ha definido desde hace mas de veinte años, mis hobbies, mi lectura, mie tiempo libre... Porque ser madre no me define, eso es algo que soy además de todo lo que he construido. Ese chip se llama sacrificio. 
Yo crecí creyendo que para ser una buena madre había que sacrificarse. En definitiva se hacen sacrificios, eso es ineludible: hace cuantas noches que quiero desvelarme nada más porque si, tomarme unos vinos, ir a pasar un día entero en un spa, desaparecerme en la oscuridad de una sala de cine y quedarme ahi, como en las épocas de permanencia voluntaria... se hacen sacrificios. Pero no soy una "madre sacrificada" y no se deben de hacer a costa de uno mismo, a costa de tu esencia!. Poco a poco conforme entiendo que es chip es algo implantado y que no tiene nada que ver conmigo, comienzo a recuperar mi vida. 

Porque cuando yo era pequeña el mundo no giraba al rededor de lo que "querían hacer los niños". YO crecí adaptándome a un mundo de adultos, un mundo por ende, mucho más rico, aspiracional, culto. Aprendí a apreciar la ópera porque mis padres simplemente me llevaban consigo, porque los domingos por la mañana despertaba con la Traviata a todo volumen y nadie se preguntaba si eso era "apto" si habría que entretenerme, yo me sentaba a escuchar junto a mi papá, mi papá no se adaptó a mi. 
Siento que en estos tiempos, los niños ocupan un espacio que nosotros permitimos que ocupen, en el que ellos son el centro y el mundo da vueltas a su rededor... ¿Las vacaciones? A algún lugar en el que no se aburran los niños, ¿las actividades del fin de semana? A entretenerlos... no los menospreciemos, los niños no se aburren tan fácilmente. Todo esto yo lo sabía y lo predicaba durante mi embarazo: yo no voy a dejar que mi vida cambie y gire al rededor de mi hijo, él se adaptará a mi vida. Y hoy, me veo en el espejo, poniendo mi vida de cabeza por él, sintiéndome frustrada por ello ... cuando él ni me lo pidió. 

Diego tiene un año y medio y la capacidad absoluta de apreciar y respetar el tiempo de mamá y el tiempo de Diego. Lo que falta es que mamá lo ejerza, sin culpas, plena, sabiendo que le está dando una de las lecciones más importantes de la vida: le está enseñando a disfrutar, a vivir plenamente, a amar lo que uno hace, a tener intereses y proyectos propios fuera del trabajo y de la familia, a estar en el presente, a no sacrificar su esencia por nada y mucho menos por la culpa.

Diego por ti y para ti, mi prioridad soy yo. Si yo estoy bien, tu lo estarás, te lo aseguro. 



Tartarito

Hoy me desperté temprano. Creo que era tan temprano que ni siquiera los de mi cuarto se habían levantado. Tendí mi cama, luego me volví a m...