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domingo, 17 de septiembre de 2017




EL REGRESO A MI MISMA
Parte 1

Una noche hace ya más de doce años, me fui de fiesta con algunos de mis amigos más reventados. Comimos en el Danubio Azul, en el centro de la ciudad, nos tomamos seguramente más de diez botellas de vino y acabamos en casa de una amiga, los sobrevivientes. Los más resistentes. Los que siempre cerrábamos los bares y las fiestas. Yo estaba enamorada de Rodrigo, un amigo y colega mío que no estaba realmente muy interesado en mi. Nunca habíamos estado juntos, pero yo quería estar con él. Mi amiga sacó un instrumento y se pusieron a tocar y a cantar. Rodrigo y yo nos dirigimos a una de las recámaras... y de ahí... no recuerdo nada más.

Al día siguiente amanecí en su casa. No recuerdo ni como llegué, ni si habíamos tenido sexo, no recuerdo si manejé, ni como llegamos a su casa. Yo traía carro, ¿manejé? ¿Manejó él? Nada. Blackout total. Me dio vergüenza preguntarle si habíamos cogido, pero él, ante mi mirada de terror e incertidumbre, me aseguró que no había pasado nada. Era mi amigo y me quería. En ese momento, di gracias al universo de que haya sido él el que me acompañaba y no algún desconocido o algún patán que fácilmente hubiera podido aprovecharse de mi estado de inconsciencia.

Salí de su casa manejando y a medio camino, rumbo a mi casa en Coyoacán, sobre avenida revolución, simplemente detuve mi carro y vomité. Vomité la comida del día anterior, el alcohol, la vergüenza, el miedo y también vomité sangre… le llamé a una de mis mejores amigas quien me llevó al hospital…

Esa fue mi última borrachera. Después de eso, fui con un psiquiatra que me dijo que había desarrollado una "alergia" al alcohol (alergia o alcoholismo, me pregunto si hay una diferencia…) y que debía parar. Me recetó unos antidepresivos y me fui. Felizmente a seguir con mi vida, dopada para no sentir y no descubrir, ni entender las razones que provocaban esos estados. En vez de entrar a un programa de AA (que consideraba que no era para mí) o ir a terapia o buscar algo que me ayudara a entenderme, a verme en el espejo, a aceptar que uno no bebe así sin que haya un profundo dolor o vacío que uno no quiere ver ni aceptar, me tomé las pastillas, y con la voluntad y capacidad de dar la vuelta a la página que me caracteriza, dejé de beber. Dejé de ver a mis amigos, la mayoría igual de alcoholizados que yo, algunos funcionales otros no tanto, y cambié mi vida.

Lo primero que hice, obviamente, ahora lo entiendo, fue sustituir mis adicciones. Claro, porque uno no deja de ser un adicto, solo cambia de adicción a lo largo de la vida hasta que esté dispuesto a hacer el trabajo que requiere cambiar de verdad... empecé a hacer ejercicio y claro, me dediqué obsesivamente al trabajo. Busqué algo que me ayudara a alejarme de mis amigos que a veces me llamaban a altas horas de la mañana, porque me extrañaban (¿o acaso extrañaban a la amiga borracha y divertida que solía hacerles segunda?). Me metí a cursos de escalada en roca y finalmente, conocí al hombre que se convertiría en mi esposo.

Él era un chico, y digo chico porque era seis años menor que yo, muy guapo, inteligente y sensible. De inmediato nos entendimos. No nos gustaban las mismas cosas, él no bebía, no fumaba, no había hecho drogas jamás pero eso estaba bien. No le gustaban los excesos, no le gustaba la vida social, tampoco trabajaba en la misma industria que yo. No era cineasta, ni literato. No era conflictivo, no estaba "confundido", no estaba comprometido con alguien más... Era perfecto. Y si, fue perfecto.
Nos enamoramos y nos fuimos a vivir juntos y una año después, nos casamos. Y yo, habría logrado cambiar mi vida por completo: encerrarme en una burbuja de amor y no salir de ella. Con él me podía quedar en casa a ver películas, o invitar a su familia a jugar cartas. Podíamos ir los fines de semana a caminar o a andar en bici. Todo había cambiado. Yo había cambiado ¡que triunfo!

Abrí mi compañía, tuvimos un hijo, pasaron los años… ¿final feliz?

Cuando era pequeña, nos mudábamos de país en país, cada cuatro años. Mi padre era diplomático. Las primeras mudanzas fueron difíciles. Dejar atrás amigos, nanas, colegios, mi cuarto, mi casa, cambiar de escuela y de idioma... las primeras veces, las despedidas eran desgarradoras. Mis amigas y yo, nos reuníamos en mi casa a entregarnos regalos y cartas y promesas de estar siempre, siempre en contacto, independientemente del lugar al que nos llevara la vida... llantos, risas, abrazos y finalmente el adiós, que en ese momento pensábamos que no sería definitivo, pero que después descubriría que siempre lo sería. En mi mente infantil, existía todavía la ilusión de que a pesar de la distancia, habría permanencia. Existía la forma de que las cosas no cambiaran del todo, de que mis amigas siguieran siendo mis amigas para siempre, de que no se romperían las promesas. Me iba del país, con ojos llorosos, pero con la ilusión de que no estaba dejando todo atrás para siempre. Llegaba al nuevo sitio, me instalaba, extrañando el país anterior y a mis amigos. Todos los días llegaba a casa con la esperanza de encontrar una carta de mis amigos del pasado y muchos de esos días, ahí estaban. Me refugiaba en mi cuarto a leer, revivía los momentos con nostalgia, respondía de inmediato… más lágrimas, más anhelo, más dolor.
Hasta que las cartas empezaban a llegar con menor y menor frecuencia. Y mis nuevos amigos, del nuevo país, comenzaban a ocupar mi tiempo y poco a poco mi corazón. Un día, me sorprendía al darme cuenta que había pasado tal vez un año que no recibía una carta… por unos segundos me invadía la nostalgia otra vez, pero rápidamente la desechaba para seguir con lo que estaba haciendo. Para seguir con la vida y el presente.

La vida itinerante me dio un poder. El poder de no mirar atrás. Después de los primeros cambios, entendí que eso era posible. Cerrar un capítulo, así de golpe, y empezar otro nuevo, sin mirar atrás. Era menos doloroso, sin duda, que vivir anhelando algo que ya no estaba.

Hice lo mismo con mi vida de excesos. Construí un universo en el que no cabían. Un refugio en el que me podría curar las heridas y olvidarme de un pasado que me parecía tóxico… pero la vida no es así. Puedes cambiar de país, de casa, de amigos pero no puedes escaparte de ti mismo.

La maternidad en todos los casos, tiene un efecto catártico sobre la mujer. Tal vez también, seguramente, sobre le hombre, pero por él no puedo hablar, lo desconozco. Uno se cuestiona todo. Todas las bases sobre las que uno ha construido su identidad son puestas a prueba. ¿Quien soy? Se pregunta uno. ¿Soy mamá? ¿Es eso lo que me define ahora? ¿Soy aquella que era hace unos meses, empresaria, escritora, productora? ¿Soy todas esas a la vez? De pronto, tiembla la tierra sobre la que nos hemos tan cómodamente ceñido y comienza la crisis…

Cuando hablo de crisis, es en el sentido trascendental de la palabra: "Crisis: Situación grave y decisiva que pone en peligro el desarrollo de un asunto o un proceso". 

En efecto, estaba en peligro este yo que me construí en base a una idea de como yo "debía"





ser. En base al rechazo a mi vida anterior.



Vuelvo a la premisa: no puedes escaparte de ti mismo.

Comenzó a resurgir ese yo enterrado, el yo que muy cómodamente había barrido debajo del tapete como una basura despreciable, comenzó a manifestarse. Y fue entonces, que tuve que enfrentarlo por fin…
(continuará)



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