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viernes, 1 de agosto de 2008

Mis Mentiras. - aunque no todo lo que cuento es mentira, hay muchas mentiras en lo que cuento –

Sé en que momento preciso empecé a decir mentiras. Lo que no sé es en que momento comencé a creérmelas. El movimiento, la trashumancia, permite que te inventes un pasado, que crees personajes, que esculpas tu vida a tu conveniencia. No hay testigos, solo tu palabra cuenta y cuando tienes una imaginación activa, las aventuras que te inventas, no tienen límite.

Recuerdo el frío de la cama, las sábanas sujetadas hasta mi barbilla, la luz del pasillo penetrando por la rendija de la puerta y los ruidos que hacía mi madre en su recámara, buscando un arete o su bolso, mientras yo esperaba impaciente a que entraran a despedirse.

Vivíamos en Londres. Nos habíamos mudado unos meses atrás de Moscú en dónde había pasado los últimos cuatro años de mi vida. Yo tenía ocho, mi hermano diez. Londres era un grato cambio de vida: el clima, aunque a todos les pareciera deprimente, era más agradable que los nueve meses de frío que había que soportar en Rusia. Era una ciudad viva, libre, no había que cuidarse constantemente de lo que uno hacía porque no existían las prohibiciones. Mis padres pasaba mucho tiempo fuera de casa. Por las noches nos quedábamos solos con la muchacha en turno. Ellos asistían diario a numerosas fiestas diplomáticas, cenas y cocteles. Antes de salir, entraban a mi cuarto, él se veía alto e imponente, como un príncipe europeo, con un elegante traje oscuro, mancuernillas de plata, invitación en mano. Ella portaba uno de sus hermosos vestidos, joyas compradas en Paris, el cabello recogido en un elaborado chongo, y su largo abrigo de Mink. Me besaban en la frente y cerraban la puerta tras de sí. Yo permanecía quieta en la oscuridad y en el silencio, escuchaba los tacones alejándose por el pasillo y aspiraba el aroma que había dejado atrás mi madre, intentando adivinar cual era el perfume que se había puesto esta vez.

Cuando llegamos a Londres el mundo se abrió frente a mi. Mi madre nos llevaba a las jugueterías y ni mi hermano ni yo podíamos creer lo que veíamos. Hilera tras hilera de monos de peluche, juguetes electrónicos, Barbies con accesorios, juegos de mesa, pistolas, pelotas, bicicletas… caminábamos por los pasillos con las bocas abiertas, sin atrevernos a tocar nada, sin atrevernos a soñar siquiera. Nos tardábamos lo que parecían horas en escoger algo, después de largos recorridos por los pasillos amontonados. Una de las primeras veces que fuimos al departamento de juguetes de Harrods, una tienda elegantísima que se encontraba en la esquina de Brompton Road y Hans Crescent, encontré la muñeca más maravillosa que había visto jamás: estaba vestida de azul, tenía unas trenzas hermosas pelirrojas como las de Ninotchka, era de tez blanca, casi traslúcida y me sonreía, insinuando: “llévame a casa, anda…”. La levanté en mis brazos y supe que tenía que ser mía. Corrí hacia mi madre y le supliqué que me la comprara, a lo que ella accedió con gusto. Pero, cuando llegamos a la caja, mi mamá se dio cuenta que no traía suficiente dinero. Me explicó con calma que volveríamos al día siguiente por la muñeca, pero, pese a sus explicaciones, el pánico comenzó a invadirme: recordé las veces que alguien nos daba el pitazo en Rusia de que había llegado un cargamento de juguetes extranjeros a la única juguetería que había en la colonia. Salíamos apresurados a comprarlo pero al llegar nos encontrábamos con una marabunta de padres y madres, unos encima de otros peleando los últimos juguetes que quedaban. Me eché a llorar inconsolable, "mañana ya no va a haber…" le reclamé a mi mamá “por favor, cómpramela hoy”. Ella sonrió, consciente de que estábamos acostumbrados a la carestía y me llevó con una señorita. "¿Cuantas muñecas cómo ésta tienen en existencia, Señorita?" le preguntó, con paciencia. La señorita rió y se agachó para contestarme. "No te preocupes, hay muchas aquí, ve." Y me enseñó la larga fila de muñecas idénticas a la mía. "y si ya no hay aquí, tenemos una bodega enorme en dónde hay miles más…". Yo me sequé los ojos y la nariz y en verdad traté de creerle. Pero una parte de mi conservó la certidumbre de que no habría muñecas como la mía al día siguiente, porque así eran las cosas, porque según yo, las cosas no podían cambiar de una día para el otro.

Al día siguiente fuimos a Harrods. Ahí estaba mi muñeca junto con muchas otras más. Había estado equivocada. Había algunas cosas que si podían cambiar.


Mi hermano iba a una escuela privada que le habían recomendado a mi padre. Era una de las escuelas más tradicionales de Londres, se llamaba "Lattimer Upper School". Usaban ridículos uniformes que constaban de unos bermudas de pana rojo ladrillo y sweater amarillo mostaza. En esa escuela iban todos los niños de la alta sociedad inglésa. Yo, en cambio, fui ingresada a una escuela pública que se encontraba muy cerca de nuestro departamento, en la que no exigían uniforme y dónde había niños de todos los níveles socioeconómicos. A mi me alegró la decisión y di gracias por no haber sido enviada a una de las escuelas elegantes que había para las niñas "bien". Las veíamos desfilar desde la ventana de nuestro salón, todas vestidas de azúl, con sombreros y faldas, todas bien peinaditas, haciendo una fila ordenada siguiendo a una mujer muy compuesta y rigida que las dirigía a todas.

En mi primer día de clases, llegué a la escuela con mi papá, agarrada con la vida de su mano. Tenía mucho miedo. Supongo que todos los niños tienen miedo cuando llegan a una escuela nueva.


Mi papá me dejó en la entrada con unas palabras de aliento y desprendió uno por uno mis dedos engarrotados a los suyos. Yo hice todo el esfuerzo posible por no soltarme a llorar en ese momento y por no suplicarle que me llevara a casa, sabía que mi padre no cedería ante un berrinche tal, que sólo lograría hacer el ridículo frente a mis futuros compañeros de clase. Recurrí a todas mis fuerzas, me despedí de él con la mano, casi imperceptiblemente, y le di la espalda dirigiéndome al salón al que se dirigían todos.

Nos aglomeraron en una enorme sala. Después de algo que sonaba así como "sidondefloorwiyourlegscross" los niños comenzaron a sentarse en el piso con las piernas cruzadas. Yo los imité. La directora de la escuela, una mujer grande e imponente, subió al podio y comenzó a hablar. Yo la miré fijamente sin entender nada, absolutamente ni una palabra. A mi alrededor, casi todos los niños pequeños estaban igual que yo, parecía que tampoco entendían una palabra de lo que se decía en el micrófono. Los más grandes se saludaban entre ellos, hacían comentarios, reían. Después del discurso, la señora gorda presentó a los maestros uno por uno. Algunos recibieron un auténtico aplauso de felicidad, otros fueron brutalmente abucheados, otros, los nuevos, recibieron un silencio intimidante. Finalmente nos separaron en grupos y cada maestro guió al suyo hacía el salón que le correspondía.

Mrs. Metcalf nos llevó al que sería el nuestro. Ella era una mujer delgada y alta, con el cabello cano, lentes redondos y una sonrisa amable. Se notaba que los niños la querían, muchos silbaron y festejaron con júbilo cuando supieron que ella sería nuestra maestra. Al llegar al salón me dirigí a un pupitre del fondo en el que pudiera ocultarme discretamente cual molusco en su concha, más no funcionó. Escuché mi nombre seguido de algo más: "Buenos días Tatina, bienvenida a Bousfield." ¿Estaba alucinando o realmente había entendido lo que me estaban diciendo? Me quedé viéndola fijamente tratando de comprender en que idioma que me había hablado. Ella se rió. "Aprendí español de niña, viví en España con mi padre." me dijo la ahora encantadora maestra. Por fin había encontrado a alguien con quien me podría comunicar, me alegré. "Hola" le dije tímidamente, "que bueno que usted habla español…" "Por favor ven aquí un momento, Tatina" me pidió. Me puse de pié. Los demás niños me veían como si fuera de otro planeta, caminé hacía ella, las piernas temblorosas. Mientras, ella comentaba algo a los alumnos. Algunos levantaron las cejas, me supuse que les estaba explicando de dónde venía y cual era la razón por la que no hablaba ni una palabra de inglés. "Hello Tattina" dijeron todos al unísono cuando llegué al pizarrón. Ms. Metcalf me tomó los hombros y susurró algo en mi oído. Yo lo repetí: "Hello boys and girls". Creo que alguno que otro se rió, algo he de haber pronunciado mal.

No recuerdo mucho acerca de los siguientes meses, mientras me ajustaba al idioma y al país nuevo, solo sé que no pasó mucho tiempo antes de que me sintiera como pez en el agua. El instinto de supervivencia es fuerte y para sobrevivir en una escuela nueva hay que hacerse de amigos, para lo cual más vale hablar el idioma. Pronto sustituí el ruso en casa y comencé a contestarle a mi madre, que seguía insistiendo en enseñarme español, en inglés.

A mi madre le gustaba mucho más Londres que Moscú. Para empezar hablaba el idioma, en segundo lugar ya conocía a algunas personas, lo que le facilitó hacer amigas rápidamente. La depresión se le fue quitando poco a poco, volvió a sonreír, volví a oírla cantar, volvió a contarnos el famoso cuento de "Pirrimplin y Cuarracuaz" que inventó cuando yo era más pequeña. Recuerdo que me metí una noche en su cama, cuando tenía yo unos tres o cuatro años. Ella leía. Yo quería que me contara un cuento. Mi madre dejó el libro y pensó por un instante. "Te voy a contar la historia de un duende que vive en un hongo" iba inventando conforme hablaba, "que se llama Pirrimplin y es más pequeño que tu meñique. Pirrimplin vive en un mundo de grandes en el que también existe un brujo muy malo llamado Cuarracuaz, que lo odia y que se pasa el tiempo haciéndole maldades …". "¿Y porque lo odia?" pregunté yo en una vocecita, imaginándome al terrible brujo Cuarracuaz. "ah, pues simplemente lo odia porque es diferente…". Así empezó el cuento que juntas hicimos crecer y crecer, de capítulo en capítulo, hasta que yo fui demasiado grande para escucharlo o perdí la paciencia con mi madre.

Los primeros meses, durante los cuales yo estaba luchando por aprender el idioma, no tuve muchas amigas. Los niños de la clase no me hacían mucho caso y a las niñas les daba solamente un poco de curiosidad. Yo trataba de integrarme, con la ayuda de Ms. Metcalf, pero para cuando logré aprender el inglés, los grupos ya se habían formado.

Una niña llamada Elaine, se acercó a mi desde el inicio. Ella tampoco tenía muchos amigos. Los niños se burlaban de ella porque tenía las orejas grandes y salientes. No era muy alta y tenía el cabello largo y rubio, casi blanco. Elaine y yo no tardamos en hacernos amigas, vivía en el mismo condominio que yo y su familia era muy amable aunque un poco rara porque el padre por alguna extraña razón nunca estaba presente. Cuando les preguntaba al respecto me decían que él trabajaba para el gobierno en asuntos secretos de estado y que andaba de viaje por África o por algún otro lugar extravagante. Las pocas veces que lo ví, el hombre se encerraba en su cuarto y no hacía caso de nadie. Elaine y yo coqueteábamos con la idea de que era un espía, un especie de 007 que vivía grandes aventuras en países extraños. Ahora que lo pienso, aún no sé que es lo que los padres de Elaine trataban de ocultarle con tanto misterio, pero supongo que ha de haber sido algo mucho menos emocionante que lo que nosotros nos imaginábamos.

Elaine y yo fuimos mejores amigas los dos primeros años de Bousfield. Éramos inseparables, no nos importaban los demás niños ni los grupos que se habían formado y en los cuales no estábamos incluidas. Una tarde, estábamos todos reunidos en un salón, cuando entró Tiffanny, una de las niñas más bonitas y populares de mi clase, y se dispuso a repartir invitaciones para su fiesta de cumpleaños. Era obvio que su intención, al hacer la repartición frente a todos, era demostrarles a aquellos que estaban invitados a su fiesta lo privilegiados que eran y, evidentemente, que aquellos que fuimos excluidos lo sintiéramos. Una vez más, Elaine y yo no fuimos requeridas. Me fijé en aquellos que tampoco fueron seleccionados: Beverly, una gordita que seguía al grupo de Tiffany a todas partes y les regalaba dulces para conseguir su afecto, Sarah, una niña hija de emigrados pakistanis, Elaine, mi mejor amiga, que en ocasiones apodaban Dumbo, Pierre, el francés que se sacaba los mocos frente a todos y a quien llamaban "rana", Timothy, que tenia padres divorciados, y yo, la mexicana que hablaba ruso pero no inglés. No me gustó nada lo que vi. Todos los que éramos relegados, lo éramos por la misma razón, por ser distintos. Yo que había creído todo este tiempo que porque dominaba el inglés y porque había adoptado el acento británico, iba a dejar de destacar entre mis compañeros… ese día me fui a casa triste. Elaine quiso que jugáramos en el parque, pero por alguna razón ese día Elaine dejó de ser mi persona favorita. Habíamos sido clasificadas y segregadas por algún “defecto” o por ser extranjeros. Me di cuenta que yo no iba a pertenecer nunca a ningún sitio, que siempre sería diferente. Lo único que anhelé en ese momento fueron las vacaciones de verano que se acercaban cuando iría con mi familia a México.

Pero México fue más decepcionante aún. Ahí, los primos, los tíos, los amigos de mis padres, me trataban como un chango de circo. Me pedían que hablara en ruso, que recitara poemas en inglés con mi recién adquirido acento británico, era yo un bufón para su divertimento. Pasé unas vacaciones miserables. Mis primos se conocían desde la pequeña infancia, mi hermano y yo, éramos los primos de "fuera", ocasionales, prescindibles… les divertía ponernos a prueba con cosas que para ellos eran naturales y que nosotros no conocíamos. No hablábamos con modismos, nuestro vocabulario y nuestro acento eran "raros", no comíamos chile, no sabíamos hacer un taco, nos asustábamos con las calaveritas de muerto, no conocíamos las costumbres, ni los chistes, ni el albur.

Cuando volvimos del viaje me aparté de mi amiga Elaine. Pensé que no sería una buena estrategia para mí ser catalogada junto a ella. Decidí que las cosas iban a cambiar, que yo iba a pertenecer a ese grupo de niñas a como diera lugar. Evidentemente, Elaine no tardó en darse cuenta que la estaba evitando, se alejó de mí como era de suponerse y perdí a una gran compañera, ¿a cambio de que? Sucedió sin que me diera cuenta.


Una mañana, en la clase de inglés, nuestro adorado maestro Mr. Ford nos pidió que narráramos experiencias de nuestras vacaciones. Varios niños contaron sus historias, todas muy simples, todas muy comunes acerca de veranos pasados cerca de la playa inglesa, congelándose en el frío mar del norte o paseando por los parques londinenses buscando un espacio libre entre el tumulto de sillas plegables y toallas tendidas en donde acampaban los ingleses tratando de capturar los escasos rayos de sol que les brindaba el efímero verano. Llegó el momento en que me tocaba contar la mía. Se hizo un silencio bochornoso. Por mi cabeza pasaron algunas vivencias que despaché rápidamente. Pero, me pregunté, ¿qué sucedería si yo inventaba mi verano? Nadie se daría cuenta, nadie conocía México, nadie me podría acusar de una mentira… "Este verano murió mi abuelo y yo ví su fantasma…" les dije a todos en un tono susurrante y misterioso. Logré, con esa frase, despertar la imaginación de los niños, quienes voltearon hacia mi. Me subí al pupitre y comencé a narrar mi historia: "En México, cuando alguien muere, le ponen un altar en la casa con todas las cosas que le gustaban, desde el clásico cigarro, si era fumador o chocolates y dulces si era muy goloso. Confeccionan calaveras de azúcar y de chocolate y les ponen los nombres de los miembros de la familia, luego hacen unos caminos de flores en los pasillos para que cuando el alma del muerto vuelva de visita no se pierda. Ese día es una gran fiesta, la gente se junta en las casas esperando que anochezca. Cerca de las tres de la mañana todos esperan al espíritu del muerto que llega a comerse su calavera y a probar los manjares que le han puesto sobre su altar." Alrededor, mis compañeros me miraban con las bocas abiertas. Yo sabía que el día de muertos era en noviembre y que yo había vuelto de vacaciones en agosto, pero concluí que no había de que preocuparse ya que nadie podría contradecirme. "La noche de muertos, todos los adultos se habían ido a dormir…" narré casi en susurro, busqué un sitio en la pared a dónde mirar fijamente como lo hacían los personajes en trance de las películas de terror. "Mis primos y yo, decidimos bajar al sótano en el que se encontraba el altar de mi abuelo junto con todos los objetos que le habían pertenecido. Era un lugar lúgubre y oscuro al que nadie bajaba a menos que fuera indispensable. Mis primos y yo nos detuvimos frente a la escalera de caracol para decidir quién se atrevería a bajar a ese sótano, jugamos un veloz papel, piedra y tijera que yo perdí. Me tocó, no había vuelta atrás. Estaba aterrada, sentía que los pelos de mis brazos se ponían de punta, pero sabía que tenía que hacerlo, me habían retado. Bajé uno a uno los escalones de mármol, mi mirada fija sobre la puerta de madera, siguiendo el delgado camino de flores de zempasúchitl que daba al sótano. Llegue a la puerta y la abrí, sigilosamente, me temblaban las piernas y la mano sobre la manija me sudaba, la puerta rechinó al abrirse, la luz del pasillo iluminó el interior…" En ese momento Beverly, la gordita, dejó escapar un gritillo que sofocó rápidamente, continué, lenta y pausadamente "…y fue entonces que lo ví… estaba sentado en su vieja mecedora, meciéndose de adelante para atrás, fumando una pipa, era mi abuelo, tal como lo ví la última vez antes de que muriera…" los niños se movieron incómodamente en sus lugares. Nicole, una niña atrevida y rebelde, estaba pasmada y preguntó "pero ¿cómo era, translucido cómo en las películas?" "No. Le contesté, era tal como una persona viva. ¿Y saben que hizo?" los niños de la clase me miraron estupefactos. "Me miró a los ojos y me hizo señal con la mano de que me acercara. Al principio yo estaba paralizada, no podía mover las piernas, pero poco a poco di unos pasos hacia él. Cuando me había acercado, me indicó con la mano que me agachara aún más, cerca de sus labios para que pudiera escuchar lo que me iba a decir. Hice lo que me pidió, aterrada, y fue entonces que me dijo "tu madre era mi tesoro, cuídala mucho". Se estaba despidiendo de este mundo y necesitaba asegurarse de que alguien cuidaría su hija. Le dije que si y caminé hacía la escalera, cuando volví a voltear hacia él para despedirme, había desaparecido. Salí corriendo de allí y no le conté a mis primos ni a nadie más lo que me había sucedido, estaba segura de que no me creerían." El salón de clases estaba más silencioso que nunca, yo me sequé una lágrima falsa que se me estaba escurriendo por la mejilla. Hubo un silencio incómodo. Pensé que tal vez alguien se reiría o me haría un comentario hiriente, pero no fue así, mis compañeros comenzaron a abrumarme con preguntas que yo contestaba en detalle, hasta que sonó la campana y salimos al recreo.

Esa mañana cambió mi vida. Me volví famosa. A veces para continuar con el suspenso, me detenía en medio del recreo, mirando fijamente a una pared, señalándola, aterrada. Cuando alguien se fijaba en mí les explicaba que había vuelto a ver al abuelo y que me estaba comunicando algún críptico mensaje. Tardaba un poco en reponerme, todos me creían, no sé bien porque, y me volví parte del grupo de Tiffany, Nicole y Rachel, las chicas más guapas y populares del salón. Nunca más fui excluida de una de las fiestas, fui novia de Simon, el niño más guapo de la clase, y todos me aceptaban y me querían.

Elaine se sentaba sola. Yo evitaba su mirada que me hacía sentir mal. Pero había elegido el camino y era imposible dar marcha atrás. Una que otra vez traté de integrarla con mi nuevo grupo de amigas pero no fue fácil, después de un rato desistí.

Todo iba de maravilla, yo era popular y feliz, dominaba la ciudad y el idioma, me encantaban mi casa, mis amigos, la tienda de dulces de la esquina en la que me conocían y a menudo me daban pilones, los maestros de la escuela, hasta la lluvia que caía a diario y que a todos deprimía, a mi me gustaba. Pero un día llegó mi padre a casa con una botella de Champagne en mano y supe que el momento temido había llegado. Pensé que si me tapaba los oídos podría evitar lo inevitable. Mi padre había sido asignado a un nuevo puesto y partiríamos dos meses más tarde. A cambio, tendría una casa con jardín y me comprarían un perro. Lloré y lloré pero las lágrimas no cambian el destino. Había que dejarlo todo atrás y empezar de nuevo otra vez…


5 comentarios:

  1. ...relatos de infancia.
    una niña recuerda, ahora una fina pluma esboza su memoria...
    anécdotario de viajes, idiomas, razas, costumbres, y sobre todo mentiras de vuelos blancos, gracias, benditas mentiras, gracias por hacernos la vida más dulce, aveces, la vida que queremos...
    ni en rusia, ni en londres encontré un barro tan suave para moldear la vida de uno, como la de Dambel....

    Xiucoatl.

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  2. ... realmente logras estremecer los rincones de nuestras infancias... Gracias!!!! y no olvides seguir compartiendo una parte de nosotros contigo!!!

    Con cariño, Mariana.

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  3. Ale!!! recien me encontre con un comentario tuyo en mi blog, que sorpresa!!! si, soy la Hana de pancho villa y mil gracias por incluirme en tu blog. Ahorita ando un poco a la carrera, pero me tomare un tiempo en calma para leer el tuyo.
    Muchos besos!

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  4. It´s been too long... don´t leave us waiting for the next chapter
    TQM Bere

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  5. Ale,

    Que sensacion tan extraordinaria revivir esas epocas que pasamos en Londres gracias a tus historias tan hermosas y bien contadas. Brotaron mil y un recuerdos.

    Para el historiador, creo que vale la pena hacer dos aclaraciones facticas que en nada demeritan la narrativa: Vladimiro era ecuatoriano, y la escuela a la que asisti cuando primero llegamos a Londres y que para mi eterno rubor me obligaba a vestirme con tan ridiculo atuendo era Hill House. Latymer fue la ultima escuela a la que asisti.

    Gracias hermanita por consignar nuestros recuerdos al cyber espacio!

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Me encantan sus comentarios, son importantes para mi!

Tartarito

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