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martes, 5 de mayo de 2009

La Primera Impresión

Mis papás se fueron de la escuela a las 5 de la tarde. Intercambiamos promesas de escribirnos seguido, me hablarían todos los domingos y yo haría todo por sacar buenas calificaciones. Nos despedimos cariñosamente, mamá echó unas cuantas lágrimas y se fueron. A decir verdad , en ese momento, yo solo pensaba en comenzar mi aventura, no recuerdo ni cómo se fueron, si a pie o en coche.

Entré a mi cuarto y comencé a desempacar. No habían llegado mis compañeras todavía. Yo había escogido la cama de la esquina, una que estaba empotrada en la pared, y que de alguna manera me parecía más privada. Sentí una emoción nueva al sacar mis artículos de limpieza y colocarlos en las repisas designadas para ese uso, era anticipación mezclada con nerviosismo. Un revoloteo en el estomago me tomó por sorpresa. Me sentía ansiosa por conocer a mis nuevas compañeras y no pensaba en mis padres que se dirigían a Lausanne a tomar un vuelo que los llevaría a Arabia Saudita, lejos, muy lejos de mi. Me sentí muy adulta, muy independiente.

Vesna llegó primero y desde que la vi me cayó bien. Era Austriaca, de ojos azules muy grandes, tenía una cabellera negra lacia, gruesa y brillosa, que le llegaba arriba de los hombros. Era muy bonita, más o menos de mi estatura y hablaba en inglés. Ella iría a la sección americana del colegio que se dividía en dos, yo a la sección francesa. Los papás de Vesna estaban divorciados así que su padre fue quien la había acompañado, solo. Ella escogió la cama que estaba cerca del balcón, que era realmente la mejor, por la vista, pero a mi siempre me habían gustado los recovecos, los escondites, las covachas. No sé, creo que, siendo de naturaleza tímida, en ellos me sentía más segura, menos expuesta.
Vesna y yo nos saludamos cordialmente, y seguimos cada una preparando la habitación para nuestra larga estancia. No pensé que me sentiría así, pero me estaba asustando más con cada minuto que pasaba. Pensé que estar lejos de casa no me afectaría, pero me daba cuenta que tenía miedo de estar sola. Por un momento quise hablarle a mis padres, decirles que me había arrepentido, que por favor regresaran por mi y me llevaran a casa, pero sabía que no era una opción. Así que seguí sacando mi ropa con cuidado, doblando las blusas, colgando los pantalones y mirando de reojo a esa niña con la que tendría que cohabitar durante el siguiente año, pasara lo que pasara...
Vesna y yo permanecimos así, en silencio, guardando nuestras cosas, durante más de una hora, hasta que se abrió la puerta de golpe y entró Vito. Vito, Victoria, irrumpió en la habitación con la confianza y tosquedad que la caracterizaban. Ella tenía el cabello rubio y largo, era alta y fornida. No estaba gorda, en realidad era de huesos grandes, tosca, un poco masculina pero atractiva. Entró como una ráfaga y se presentó con una enorme sonrisa, que me pareció un poco forzada. "Yo me llamo Vito" dijo, en español, sacando la mano al frente, casi empujándola hacía mi. Era Madrileña y hablaba muy mal inglés. Había sido internada para estudiar el idioma. Yo me presenté también, pero mientras lo hacía, me percataba de que mi voz estaba saliendo mucho más queda de lo normal. "Tía" me dijo Vito con un tono que en ese momento me pareció intimidante y hasta violento, "habla más fuerte que no te escucho!" y se rió ligeramente. Sé que me sonrojé y por mi mente pasó algo terrible: todo esto me había agarrado desprevenida y no había logrado dar la impresión que yo quería. Yo había planeado estar tranquila, nada nerviosa, reaccionar de manera muy suelta y desfachatada, saludar con serenidad, con confianza en mi misma, con voz fuerte y segura, mostrando todas las características que yo consideraba necesarios para hacer amigos rápida y fácilmente, para entrar en los círculos más selectos, para ser aceptada y pertenecer al grupo al que yo quisiera pertenecer. Pero nada había salido de esa manera. Se había notado lo nerviosa que estaba, me había delatado la voz que se había quedado atrapada en mi garganta, reusándose a salir a pesar de mis intentos, se había notado en la forma en que me quedé muda ante la inadvertida reacción de mi futura compañera de cuarto, que yo estaba aterrada, insegura, vulnerable. Lo sabía, sería una vez más catalogada como alguien tímido, ratonesco, que se intimida fácilmente, sería excluida de los grupitos y viviría el año entero luchando contra mi misma, contra todas esas cosas que odiaba de mí, sabía que eventualmente la gente se burlaría de mi a mis espaldas, que no tendría amigas… luche contra las ganas de llorar que acompañaban a todos esos pensamientos de derrota y después de unos minutos de vacilación, en una voz casi inaudible, dije "Con permiso, voy al baño" y salí corriendo de la habitación.

Tenía dieciséis años y me encontraba adentro de uno de los baños de mi piso, en mi nuevo internado, llorando de la vergüenza y del miedo. ¿Que iba a ser de mi? Había soñado con ese momento tantas veces, desde hacía tanto tiempo y ahora lo había echado todo a perder. En vez de meterme en mi papel, como lo había logrado en Arabia Saudita, en vez de haberme preparado para el primer encuentro con mis compañeras y haber previsto que una de ellas pudiera haber tenido una carácter tan dominante como el de Vito, en vez de haber ensayado el encuentro frente al espejo para que no me tomaran por sorpresa, me había dejado sobrecoger por la situación y ahora no había vuelta atrás. Yo sabía que una vez que había dado la impresión de ser tímida, que había mostrado mis debilidades, no había forma de recuperarme. Ya me había sucedido antes, en Senegal, ¿porque habría de ser diferente esta vez? Me quedé un largo rato ahí, en el baño, lamentándome, hasta que alguien tocó a la puerta, reclamando que llevaba rato esperando su turno. Traté de recuperar la compostura. Me sequé las lágrimas y volví con cierta derrota a la habitación.

En silencio, las tres terminamos de acomodar nuestras cosas. Vito me veía de reojo, yo hacía lo mismo, pero ninguna de las dos volvimos a intercambiar palabras. Cuando tocaron la campana para la cena, bajamos cada una por su cuenta.

En el comedor, Vito se acercó a unas niñas, se abrazaron y se saludaron como viejas amigas. Se sentaron en una mesa con otras cinco chicas que también hablaban español. Yo me senté en otra, lejos de ellas y Vesna se sentó junto a mi, creo que ella estaba tan perdida como yo, aunque aparentaba cierta serenidad. Platicamos un poco, pero yo me había quedado con las ganas de redimirme, de cambiar la primera impresión con la que, según mis elucubraciones, se había quedado Victoria. No podía pensar en otra cosa.

Cuando terminó la cena, Mlle. Slobec tocó la campana otra vez y las niñas salieron corriendo, unas a sus recámaras, otras a la sala de la televisión. Yo vi a Vito y a sus amigas españolas salir por la puerta trasera de la casa. Las seguí, manteniendo mi distancia. Entré detrás de ellas a un pequeño cuartito en el patio, era un chaletcito de una sola habitación que alguna vez debió ser un garage y que habían convertido en el "fumoir". El fumadero. Ahí todas sacaron sus cigarros y comenzaron a intercambiar historias sobre Madrid, sobre sus novios, amigos y los conocidos que tenían en común. Yo me acomodé discretamente en una de las esquinas, observándolas.Le pedí tímidamente a una de ellas
un cigarro. Ella me volteó a ver de reojo, dándome una rápida revisión de arriba a bajo, me pasó uno y me lo prendió, bastante amablemente. Yo no sabía fumar, no lo había hecho nunca. Traté de disimular mi tos, pero no lo logré. Después de varias escandalosas tosidas, Vito volteó a mirarme con sorpresa, una pequeña sonrisa se asomaba por la comisura de sus labios. Antes de que pudiera decirme cualquier cosa, comenté el punto: "Están fuertes estos Camels, yo normalmente fumo Malboro light…" y tosí un poquito más, tratando de recuperar mi respiración. Vito no le dio mucha importancia al asunto, me presentó con sus amigas: "Ella es Tatina, es mi roomie". Las chicas voltearon, algunas saludaron, otras me ignoraron y siguieron conversando. Yo les sonreí y saludé de la manera más despreocupada que pude. Me esperé un momento a que todas volvieran a sus asuntos y salí del fumoir, tirando inmediatamente la desagradable colilla al piso y envolviéndome en mi abrigo. El clima empezaba a refrescar. Miré al rededor: los arboles se levantaban diez, quince metros hacía el cielo, como enormes y frondosas esculturas, las estrellas decoraban la noche limpia con su resplandor, la luna parecía ella sola iluminar el pequeño puente que nos separaba de la calle principal del pueblo y yo, en medio de este espectáculo, no podía pensar en nada más que en volver a casa.

...continuará...

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